5º — DIANA Y PALOMA

“…Su nombre es Paloma Ruiz, repartidora de pizzas de tan solo veintidós años en la ciudad de Granada…”

La voz en off adquiere una dimensión distinta en el interior de la sala y tiñe la pantalla del televisor de un tono rojizo furioso.

Diana detiene la cuchara goteante a medio camino entre el plato de sopa caliente y su boca, y mira atónita la fotografía de su hermana en la tele. Esa es la instantánea que ella misma disparó en “la taberna del John”, tan solo dos meses atrás… Aquella tarde los ojos de Paloma resplandecían de forma especial. Parecía radiante y tranquila después de semanas de crisis, con una mano apoyada en la barra y la otra señalando con gesto pícaro hacia su jarra de cerveza, rebosante de espuma… Dai conoce la razón de su felicidad de aquel día, aunque esta noche tiene la sensación de que exhiben públicamente a su hermana desnuda.

—¿Pero quien cojones les ha dado permiso a estos?

Mira a sus padres alternativamente, uno a cada lado de la mesa, pero estos fingen una concentración desproporcionada en la pantalla del televisor.

El conductor del telediario continúa con su exposición:

“… Es la tercera mujer desaparecida en nuestro país en lo que va de año, aunque esta vez el suceso resulta bastante misterioso ya que la chica, al parecer, desapareció en mitad de la ciudad cuando se dirigía hacia su zona de reparto en el concurrido barrio del Zaidín. Sencillamente, su moto apareció en mitad de la acera, con las llaves puestas y cargada de pizzas, a las ocho y media de la tarde del miércoles, hace dos días…”

Diana deja caer la cuchara sobre la mesa, con furia, y salpica de caldo caliente el mantel, aunque, ni su padre ni su madre parecen haber advertido el gesto, absortos en las imágenes frente a ellos. La moto de paloma está parada en mitad de la calle y una buena cantidad de desocupados curiosea a su alrededor. Entre ellos, dos críos levantan la tapa del arcón y husmean en su interior, cuchicheando e intercambiando risitas y codazos.

—Pero, ¿Cómo han podido…? —Tomás y Elvira se miran con ansiedad un segundo y después clavan los ojos en sus respectivos platos— ¿Habéis sido vosotros…? ¿Habéis permitido que hagan esto…?

Tomás busca inútilmente algún tipo de apoyo en la mirada esquiva de su mujer, hasta que decide encogerse de hombros, aturdido.

—Los del periódico nos aconsejaron que colaborásemos con los de la tele —parece apesadumbrado y confuso, como si no estuviese muy seguro de cual ha sido su error—. Puede que alguien la haya visto en alguna parte, Dai… Cualquier tipo de ayuda nos vendrá bien.

Extiende la mano hacia su hija mayor pero ésta lo rechaza con violencia y arrastra la silla en el suelo hacia atrás.

—¿No os dais cuenta de que éste no es el camino? ¿Que así sólo conseguiréis convertirla en un mono de feria…?

Sus manos engurruñan los bordes del mantel inconscientemente.

—¿Cómo puedes decir eso?

Elvira busca el pañuelo entre los bolsillos de su bata mientras se esfuerza en reprimir las lágrimas. Le parece que en los dos últimos días ha llorado más que en toda su vida y siente que los ojos le arden como ascuas incandescentes. Para ella no ha sido nada fácil desde el día en que sus hijas llegaron a este mundo. Las dos, porque cada una a su manera se pusieron de acuerdo para convertir en un infierno su hogar.

Primero llegó Dai, con su endiablado carácter desde el mismo momento en que abrió los ojos al mundo, y ese afán suyo de vivir contra corriente en todos los sentidos. Elvira está segura de que no le servirán de nada la inteligencia ni el talento, porque en una balanza pesarían menos que la insensatez y esas peculiaridades suyas que no la ayudarán jamás si no se sube de una vez al tren de la vida.

Y dos años después su pequeña Paloma, totalmente opuesta a la mayor en todo y no por ello más afortunada, al contrario, Elvira intuía de alguna forma que podía ocurrir algo así durante los dos últimos meses, sobre todo, desde el día en que encontraron muerta en su casa a la pequeña Marta, amiga del alma de su pequeña desde que eran prácticamente dos bebés…

—A Paloma no la ha raptado nadie, de sobra lo sabéis…

Dai insiste y los mira alternativamente buscando algo, un signo de entendimiento, tal vez, pero su padre parece empecinado en atender la palabras del busto relamido y engominado que habla y habla sin saber lo que dice; y su madre gimotea bajito y aprieta el pañuelo contra la nariz, balanceando el cuerpo de delante hacia atrás casi imperceptiblemente.

La chica se levanta con vehemencia, controlando a duras penas su furia, y arroja la servilleta sobre el plato medio lleno. Después bordea la mesa y se dirige hacia el aparato de televisión, ignorando los gemiditos de su madre y las palmaditas de su padre —que parece haber reaccionado por fin— sobre el hombro de ésta. Apaga la tele de un manotazo y vuelve a encararse a ellos. Sus ojos relampaguean con el fulgor incandescente de la rabia mal contenida. Quizá piense en este momento que sus padres no han sabido dirigir los pasos de su hermana, o que ella misma se limitó a soportar sus excentricidades sin prestarle mayor atención… O quizá no sepa qué pensar…

—Hace tiempo que deberíamos haber intentado algo para no llegar a este instante… ¿No os parece…?

El gesto de sus padres es de estupefacción lerda, bobalicona, y Dai piensa que no podrá soportarlo mucho tiempo más. Sale de la sala sin añadir nada y entra en su cuarto, cerrando la puerta con furia y mirando a su alrededor desalentada. Todo está más desordenado que de costumbre. También en este detalle se nota la falta de Paloma… Después de unos instantes, sonríe apenas y se dispone a recoger, abatida.

Las láminas arrancadas de su propio bloc de dibujo siembran el suelo de bocetos incompletos. Son rostros de mujer con ojos de mirada indefinida, inquietantemente turbada o temerosa, tal vez. No está segura. Lleva dos días intentando plasmar el último gesto que vio en Paloma la noche del martes, momentos antes de que se metiese en la cama, cuando se quedó absorta en la contemplación del lienzo que Dai estaba rematando. Sentía su respiración en el cogote mientras intentaba dar los últimos retoques, y esto la pone muy nerviosa, así que se giró bruscamente, dispuesta a dedicarle algún exabrupto, pero su expresión la dejó helada. Tenía los ojos clavados en la recreación de su pintura como si hubiese reconocido a la protagonista: una chica con un vestido sutil de tirantes, tal vez un camisón, que bordeaba la esquina de un callejón mientras miraba hacia atrás con el miedo grabado en el rostro.

—Lo desconocido es lo que más terror causa, siempre…

Dai arrancó los cascos de sus orejas y miró el lienzo, intentando dar algún sentido a las palabras de su hermana, después miró hacia atrás y abrió la boca, dispuesta a reclamar una explicación, pero Paloma ya había desaparecido de su vista de camino hacia la cama.

No le dio mayor importancia al hecho, está acostumbrada a las incongruencias de Paloma, sin embargo, la expresión de sus ojos se quedó grabada en su mente, y fue lo primero que recordó cuando se enteró de la desaparición. Desde entonces intenta plasmar aquella visión en el papel, pero casi da por hecho que será una tarea inútil y, de todas formas, es consciente de que no servirá de nada si lo consigue…

Sea como sea, lleva dos días notando una extraña sensación, como si tuviese algo en la punta de la lengua, algo importante que decir a alguien desconocido pero crucial en todo este embrollo… “Es una estupidez”, piensa mientras coge el último papel y lo enrolla junto al resto para arrojarlos a la papelera con gesto displicente. Después suspira y mira con tristeza el lienzo blanco montado en el caballete, junto a la ventana. Lleva cuarenta y ocho horas sin coger el pincel y ya le parecen una eternidad, pero no es capaz de hacer nada. No en estas condiciones. De repente, recuerda la desazón absurda que sintió dos años atrás, cuando su padre decidió tirar el tabique que separaba la habitación de su hermana de la de ella. Aquel año Paloma empezó en la escuela de idiomas y Marta se marchó a Madrid, dispuesta a terminar sus estudios junto a Pablo, su hermano mayor. Era lo más lógico después de la muerte de su madre. Se había quedado completamente sola y Martita siempre fue de carácter débil, quebradizo. Pero Paloma no lo vio así, y el cambio inesperado desorganizó su mente hasta puntos insospechados…

Dai chasquea la lengua, de espaldas a la ventana de su lado, y analiza la estancia en su totalidad con ojos nuevos. El resultado no fue tan malo, en realidad. Al contrario, ahora tiene lo que siempre deseó: una pieza amplia y maravillosamente iluminada por dos grandes ventanales y una puerta acristalada que da a la terraza —ésta pertenecía antes al cuarto de Paloma—, y el espacio de cada una queda perfectamente delimitado por el biombo chino que su madre compró en algún anticuario cercano a la calle Pontezuelas, no puede recordar, pero no cabe duda de que le da clase al conjunto. Su madre siempre tuvo buen gusto para esto de la decoración… El caso es que entonces lamentó profundamente la decisión de su padre porque sintió que allanaban su intimidad con premeditación y alevosía pero, sobre todo, porque pensaba que no era merecedora de una responsabilidad tan grande. Se creía incapaz de sobrellevar las angustias de su hermana. En períodos de depresión, Paloma se convierte en un alma en pena insufrible, al menos para ella. Dai no nació con vocación de enfermera. En realidad es bastante egocéntrica y no hace nada por remediarlo. Considera que su condición es imprescindible para su trabajo. No podría crear si no consiguiese encerrarse en sí misma.

Pero nada sucedió como esperaba. Paloma la adora y su sola presencia pareció animarla en menos de una semana. Ha pasado el tiempo desde entonces y ahora es la soledad la que se le hace cuesta arriba…

Revuelve en el estante de sus discos pero, casi inmediatamente, se dirige resignada hacia el otro lado del biombo, donde se encuentra la música de Paloma perfectamente ordenada. No sabe cual es la razón, pero desde que ella se ha marchado le apetece muchísimo escuchar su música. No tienen demasiado en común en este sentido —ni en ningún otro, en realidad—. Nunca ha compartido demasiado sus gustos musicales porque la incitan a ver la vida en tonos de gris, y sus pinturas pierden fuerza y se convierten en alegorías melancólicas, mustias. Pero intuye que su gesto de esta noche no es una consecuencia de la añoranza sino otra cosa. No está segura. De todas formas, algo le dice que ha llegado el momento de salir de dudas.

Coge uno de los Cds del último estante y se dispone a introducirlo en el equipo de música, pero el lector ya está ocupado con otro disco. En el último momento, decide escuchar la melodía que Paloma se llevó en el pensamiento antes de salir de casa. Acciona el play y se sienta en el borde de su cama con suma prudencia. Sabe cuanto la altera ver arrugas o dobleces en las sábanas y el afán con que alisa la cama cada mañana. Todos los días observa su ritual sin alcanzar a comprender: tira de las sábanas por las cuatro esquinas una y otra vez, y cuando está segura de que la colcha, por fin, tiene la lisura del mármol, mete la mano bajo el colchón —a la altura de la almohada— y mira de reojo a través del biombo traslúcido hacia la cama de Dai, para asegurarse de que ésta no advierte su gesto. Pero Diana conoce su secreto desde hace unas cuantas semanas. Al principio pensó que llevaba un diario y le hizo gracia. No se imaginaba qué tendría su hermana que contar, aparte de sus idas y venidas en moto para sacarse unas perras y las clases de inglés. Así que, la curiosidad tardó en vencerla sólo un par de días. Esperó a oír el portazo que anunciaba su marcha matutina para fisgonear, y lo que encontró la dejó confusa y desconcertada, nada más…

Ahora, de repente, una punzada en el estómago la empuja a hurgar nuevamente bajo las mantas y lo hace sin dudar un instante. Primero mete la mano, después el brazo y, finalmente, tira del colchón hacia arriba con todas sus fuerzas y se queda mirando el somier vacío. Allí no hay nada excepto la bruma gris oscuro que inunda la habitación lentamente, al ritmo de la música lánguida, triste.

Las palabras cobran cuerpo, atraviesan su pabellón auditivo y se le clavan en las entrañas como espadas…”


Después el silencio se hace rotundo, absoluto, sombrío, y la abruma aún más que la música de hace un instante con su tinte oscuro, casi negro… De repente, siente que nada es lo que parece. A su alrededor, los objetos adquieren la categoría de testigos mudos de algún acontecimiento fatídico y funesto, pero completamente desconocido para ella…

¿Es posible algo así…?

Repasa mentalmente las idas y venidas de su hermana durante las últimas semanas, mientras coloca el colchón de nuevo en su sitio e intenta enmendar el desaguisado con la ropa de cama. Se esfuerza en buscar algún hecho desacostumbrado o inusual, algo que hubiese podido llamar su atención en algún momento; un indicativo de que el frágil equilibrio mental de Paloma había sufrido un nuevo embate. Pero el empeño resulta inútil.

Se aleja un poco de la cama y comprueba el resultado. Se nota que no la ha hecho Paloma, pero tanto le da. Si su madre pregunta, le dirá que se le antojó dormir en esa cama… Lo que ahora necesita, realmente, es salir del ambiente denso y opresivo de la casa, y atraviesa el pasillo como una exhalación hacia la puerta de salida. Desde la sala le llega el murmullo del televisor y el tintineo de los platos, al chocar unos contra otros, escapa de la cocina. Dai se pregunta qué tiene que suceder bajo ese techo para que se rompa, por fin, el inmutable y puntual acontecer de los pequeños gestos de la vida.

—Dai ¿Adonde vas?

La voz de su madre insufla un torbellino de aire anaranjado desde el umbral de la cocina hasta el espejo de la entrada, donde la chica comprueba que su melenita negra y rizada no está demasiado desmadejada.

—Hoy es viernes, y la gente sigue viva ahí afuera…

Se arrepiente enseguida de sus palabras, pero está segura de que sus padres entienden.

—Por favor, no vuelvas tarde.

Otra ráfaga desde la sala, ésta teñida de azul celeste, viene a unirse a la primera y convierten su imagen del espejo en un retrato en sepia.

—Vuelvo a las doce… Me voy un rato al “Campo”.

El crujido de la puerta ahoga definitivamente las acotaciones anaranjadas de su madre y Dai respira profundamente en el hueco de la escalera, con la esperanza de que el aire fresco sea capaz de limpiar su pensamiento. Pero nada es fácil, ni siquiera cuando se desea con toda el alma.

La calle Santiago ha encendido sus farolas, aunque el cielo todavía no ha desaparecido en la negrura insondable de la noche. Dai sigue el aroma a tapas a través de sor Cristina, y en la calle Molinos cruza hacia Huete. El barrio estrena temporada y, como cada año, se nota en el ambiente. El Campo del Príncipe luce bien rodeado de mesas, música y algarabía festiva, aunque esta noche la felicidad de los demás no contribuya demasiado a la de Diana. Después de un instante de duda, decide entrar en la plaza y obviar el gentío de las mesas. Le gusta el extremo opuesto al Cristo de los Favores y se dirige hacia allí. Desde pequeña, ha utilizado esos bancos para observar a la gente desde una distancia que le permitiese analizar con tranquilidad a través del crisol de colores de su mp3. Después, regresaba a casa y reflejaba sus impresiones en el papel. Esta noche ha dejado la música en su habitación. Seguramente es la primera vez que hace algo así en mucho tiempo, pero no la necesita. Por alguna razón que desconoce, su pensamiento reproduce una y otra vez el mismo tema, tan nítidamente como si estuviese dotado de altavoces. Está segura de que esta canción no forma parte de la discoteca de Paloma ni de la suya, desde luego, pero sorprendentemente conoce su letra al dedillo, y decide sobre la marcha que es lo que necesita en este instante. Así que, se deja llevar. Saca su paquete de cigarrillos de la cazadora y se acomoda en un banco mientras observa el tinte lila, pálido y amable, que adquiere la gente allá abajo, en las mesas de las terrazas…

7 comentarios:

carmeloti dijo...

Queridisima Irlarda; entre otras cosas que me has regalado, esta fue canción me la dedicaste uno de esos días que la angustia puede más que yo, que la soledad me aprisiona y el no subirme a veces al tren de la vida como Dai me noquea, o quizás por subirme en los errados, que estos siempre acaban dejandome en la ESTACIÓN ADECUADA.

Bueno mi siempre insaciable deseo, cuando la próxima entrega.

GENIAL COMO SIEMPRE, ROBARLE UN MINUTO A MI EGOCENTRISMO Y OFRECERTELO A TI.

carmeloti

Irlanda Herrero dijo...

El próximo muy pronto. No te me pierdas.
Gracias Carmen, besos!!

Anónimo dijo...

¡Buenas Mariluz! no sabía esto de tu blog, lo he encontrado por casualidad. Me encantará seguirte y leer tus cosas, que son magníficas.

irlandaherrero dijo...

Bienvenido Diego!!! Encantada de que estés aquí. Besos!!!

carmeloti dijo...

tic, tac,
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Te espero, siempre...

Marse Sobrino dijo...

Caray, ya no leo letras, ni palabras, son escenas abrigadas de mil colores, cuadros perfectos e imperfectos de la vida, pintas inmejorablemte retratos de la vida, continúa con esas mezclas de letras y colores...........un abrazo guapa

irlandaherrero dijo...

Éste es el capítulo del que te hablé. Mi intención: definir con colores y dibujar con palabras. Tarea doblemente difícil, dado que dos de mis críticas sereis Carmen y tú, especialistas en el tema. A pesar de todo, sigo adelante.
Besos!!