11º — LA BÚSQUEDA




Poco a poco, la oscuridad se convierte en luz por puro compromiso con el universo. Lo negro se ha vuelto gris, sin más, no hay matices de color ni alardes milagrosos de la naturaleza. Un lunes en blanco y negro, triste y vacío, es lo único que tiene hoy la vida para mí.

Eso y el recuerdo de unos sueños amargos y desesperados que no son tales, en realidad. Ahora estoy seguro de ello. Lo que veo en mi mente cada noche son retazos de un film que ha sido parcialmente destruido, quemado por la fuerza inmisericorde de una voluntad más poderosa que la mía. No sé quien soy porque alguien robó mi identidad arrancándome los recuerdos de la memoria sin reparar en las consecuencias. Y hasta donde alcanza mi sentido común, si es que me queda algo de eso, puedo imaginar quien fue.

No entiendo cómo he podido vivir todo este tiempo sin darme cuenta de que mi existencia tiene goteras, que hace aguas por todas partes como una goleta maltratada por las rocas afiladas. O tal vez lo tuve siempre presente pero mi instinto de supervivencia decidió adormecer la capacidad de discernimiento ante la magnitud de la tara mental…

En cualquier caso, ayer se abrió definitivamente la puerta del desván y los goznes saltaron de los soportes empujados por la violenta ventisca. No podré volver a cerrarla, y lo que tengo ante mí resulta demasiado aterrador, tanto que apenas puedo mirar de frente. Tampoco es necesario que lo haga. El recuerdo desborda mi mente como un torbellino de acontecimientos incomprensibles e inconexos, aunque, ligados unos a otros de alguna manera por la fatalidad funesta de circunstancias desgraciadas que escapan a mi infantil capacidad de raciocinio.

Esta mañana levito en un compartimento estanco entre el pasado y el presente, como si una burbuja inmensa me hubiese atrapado arrancándome del tiempo finito, aislándome de la realidad… Los ronquidos suaves de Cecilia junto a mí, apenas consiguen mantener el débil contacto con el mundo. Ni siquiera recuerdo en qué momento permití que entrase anoche en el apartamento, aunque me alegro de haberlo hecho. Estaba equivocado. Ella es inocente y constituye mi presente. Cecilia es mi asidero a lo concreto, la única certeza de mi vida, y no tiene la culpa de envolver sus palabras en suave melodía sureña construida con voz grave y armoniosa. La necesito a mi lado, ahora más que nunca que he comprendido que no sé nada, que no estoy seguro de nada que no sea este dolor profundo por la pérdida de mi propio pasado…

Me incorporo y mi lado de la cama cruje quejumbroso, con gemidos de madera vieja. Mi compañera protesta en sueños, levemente, pero recupera al instante el ritmo tranquilo y enajenado de su respiración. A mi alrededor todo parece sucio, ajado, como si hubiese estado ausente durante mucho tiempo en un viaje a través de mis propios recuerdos. Pero sé que no es cierto. No poseo el tiempo pretérito. Lo extravié un lejano día de primavera, demasiado distante e indefinido. Y ahora ignoro donde estoy porque no encuentro el instante en que me perdí…

O tal vez sí…

Pudo ser en ese oscuro desván que se convirtió en mi último refugio. El único lugar de la casa donde los gritos de mamá perdían su virulencia, amortiguados por la madera de las paredes, el papel viejo y el polvo acumulado durante décadas.

El invierno anterior había transcurrido de forma extraña, demasiado frío y desalentador para un corazón de niño. La distancia entre mis padres se convirtió en abismo infranqueable desde que el profesor Jiménez decidió abandonar su trabajo en el hospital para dedicarse a perseguir lo intangible a lo largo y ancho del planeta, unos meses atrás. Aunque ni siquiera estoy seguro de poder hacerlo responsable de la ruptura familiar.

Creo que todo empezó en el momento en que papá decidió poner la consulta en casa y trabajar por su cuenta. Dividió la magnífica biblioteca del abuelo en dos y habilitó como despacho la parte más luminosa, amontonando los valiosos volúmenes de su progenitor de cualquiera manera, sin criterio ni orden, en la zona oscura y dividiendo ambos ambientes con una corredera de láminas que desentonaba con la madera noble, oscura y envejecida por el tiempo, del resto del conjunto. El abuelo jamás habría permitido algo así. Él fue un bibliófilo apasionado y la construcción de esa biblioteca ocupó la mayor parte de su vida. En ella invirtió tiempo, ilusión y una buena porción de su fortuna. Y cuando papá comenzó la reforma su recuerdo todavía debería haber sido presencia entre nosotros. Apenas hacía seis meses desde que un infarto fulminante lo arrancara de aquella estancia y, sin embargo, el profesor Jiménez acometió la obra sin ningún tipo de pudor, como si no existiesen lazos entre él y su propio padre y se limitase, en realidad, a remodelar la habitación después de la partida del último inquilino.

Tampoco a mamá pareció afectarle demasiado la ausencia del abuelo, salvo por el hecho de que aquel desbarajuste ocasional rompía la armonía del hogar. Los golpes y el ir y venir de los carpinteros, un día tras otro, le resultaban insufribles porque herían su gran sensibilidad y quebraban el precario equilibrio de su estabilidad mental. Cuando las obras terminaron, la situación no mejoró, al contrario, papá puso una mesa de despacho en el recibidor y las estudiantes de la facultad comenzaron a desfilar por ella sin interrupción. Por otra parte, el ya por entonces archiconocido doctor Jiménez, se vio envuelto en una serie de reportajes para la televisión y las reuniones aparatosas, con cámaras y focos incluidos, se sucedieron día tras día bajo nuestro techo. Aquello fue demasiado para mí madre. Ella debió sentir que invadían su espacio hasta límites intolerables.

Por lo que yo recuerdo, Adriana Santoni era una mujer extraña, distante e inaccesible, de las que viven hacia adentro, siempre ensimismada en su música y ajena a todo lo que no manase de su propio ser. Cuando no rasgaba con pasión las cuerdas de su chelo, se zambullía con devoción en las canciones antiguas, con aire de tango plañidero, que surgían distorsionadas del viejo tocadiscos; o pasaba horas colgada del teléfono lamentándose de su suerte y derramando toneladas de melancolía en oídos desconocidos para mí, pero que yo imaginaba muy lejanos y poseedores de una garganta cantarina capaz de expeler frases cargadas de erres arrastradas como las de ella. No estoy muy seguro de la razón que la trajo a España, pero sí de que su traslado no fue voluntario, y que su corazón se quedó atrapado en Buenos Aires de alguna forma…

En realidad, no poseo datos sobre mi propia madre y los recuerdos son vagos y escasos. Mis sentimientos hacia ella resultan… extravagantes, inadecuados, casi todos producto de mi imaginación y construidos por pura necesidad, impelido, sin duda, por un anhelo primario: el de poseer un perfil maternal al que amar. A veces sueño que la tengo a mi lado, recostada en mi propia cama, con un libro de cuentos entre las manos y la melena brillante, de color azabache, derramándose sobre sus hombros. Pasea los ojos por las páginas y su voz susurra queda, en un tono suave y cantarín. De vez en cuando me mira sonriente, pero el destello de sus ojos grises me sobrecoge… No estoy seguro de que esto no sea producto de mi memoria febril —una vez más— porque la realidad es que durante la mayoría del tiempo un sinfín de chachas ocuparon el lugar que mamá dejó vacante a lo largo de mi niñez. Por alguna razón, a los ojos de mi madre ninguna de las mujeres contratadas acometía sus obligaciones con la debida eficacia, y las criadas se sucedían a velocidad de vértigo, casi al mismo ritmo que las secretarias de papá en el recibidor, de tal forma que yo no tenía posibilidad de establecer lazos con ninguna de ellas.

Pero aquel invierno, los acontecimientos desbordaron nuestras vidas y removieron los cimientos del hogar destruyendo su paz rígida, impuesta.

Todavía no había concluido mi padre su serie de documentales cuando otro hecho fortuito, sobre todo para mí, vino a turbar nuestra precaria tranquilidad. Aunque, esta vez mi madre se mostró gratamente sorprendida, al menos al principio…

Ocurrió una tarde fría cercana a la noche buena. Estoy seguro de ese detalle porque yo me encontraba en el recibidor, observando cómo la criada de turno montaba el árbol de Navidad en la esquina más próxima al ventanal, frente a la mesa de la secretaria de papá.

Aquel no era mi lugar habitual a las seis de la tarde, sino el hueco desnudo de un estante a dos palmos del suelo, en la zona de la biblioteca que ocupaban los libros del abuelo, al otro lado de la corredera de madera, desde donde podía observar los progresos del documental de mi eminente progenitor sin ser descubierto. Pero mi corazón de niño consideró aquella tarde que la ocasión merecía el cambio, sin importarme demasiado que los adornos que la chica colocaba no sin dificultad, a horcajadas en una escalera coja, eran los mismos de todos los años: bolas blancas y brillantes y duendes rojos de caras sonrientes y mutiladas por el tiempo, ya sin las cintas de fieltro que les hacían de cejas o desprovistos de la nariz puntiaguda… La chica miraba con fastidio el plano que le había entregado papá un rato antes y procuraba reproducirlo sobre las ramas verdes y olorosas del abeto descomunal recién llegado de algún bosque encantado, según mis propias deducciones. La muchacha estudiaba el papelote, sujeto en su mano izquierda, y revolvía con la derecha en el interior de la caja de cartón, resoplando con gesto de contrariedad. Aquella ocupación debía parecerle absurda y estúpida. Supongo que sería la primera vez en su vida que se veía obligada a montar un árbol de Navidad con un plano previo, y yo la entendía y la compadecía, a pesar de mi corta edad, y me preguntaba si alguna vez alguien en aquella casa se habría atrevido a improvisar y actuar movido por un simple impulso…

No tardaría en conocer a la persona capaz de contradecir a mi padre sin pestañear. Y lo haría esa misma tarde, justo en el instante en que la criada intentaba coronar la copa del árbol con una estrella de estela plateada y brillante. Mamá abrió la puerta de entrada con apresuramiento, sobrecogida por un timbrazo insistente, desvergonzado, y una tromba de aire asilvestrado e indómito precedió a mi tía Claudia en su triunfal entrada al hogar mustio de los Jiménez. El interés por el árbol fue sustituido por un sentimiento desconocido para mí. Mi madre se abrazaba desesperadamente a aquella chica joven y sonriente, mientras las lágrimas corrían libres por su rostro, y yo no estaba acostumbrado a aquel derroche de sentimientos por su parte. Creo que sentí que una puerta desconocida se abría en mi interior, como si de repente comprendiese la razón que hacía de mí un niño triste y mohíno.

A partir de aquel instante, nada volvió a ser igual en casa. El aire se pintó de colores fuertes y frases descaradas y desenvueltas, lejos de la tónica habitual con que transcurrían las relaciones familiares, aunque mi padre, muy lejos de lo que cabía esperar, parecía encantado.

Es curioso, pero mi recuerdo de Claudia, desde aquella primera tarde, es tremendamente confuso. Sólo estoy seguro de que su presencia constituyó un antes y un después en la vida de todos. Personalmente, recibí de ella el refugio y las frases cómplices que necesitaba mi corazón de niño, aunque, por alguna extraña razón, siento que pagué un alto precio por lo que recibí. En cualquier caso, creo que siempre llevé clavados sus ojos negros y esa voz aterciopelada y sutil en algún rincón del alma…

Alargo la mano hacia la mesilla de noche y miro una vez más la instantánea en blanco y negro. No recuerdo el día en que se tomó la foto, pero reconozco el gran árbol sobre el que Claudia se apoya con gesto lánguido, y me estremezco al evocar aquellos días lejanos en la casa de verano de papá, en Almuñecar…

¿Cuánto hace que no había vuelto a pensar en ello…?

¿Y por qué me produce tanta desazón este recuerdo?

El hilo de mis pensamientos me lleva hasta Cecilia una vez más, y siento la necesidad de mirar hacia atrás y comprobar que al menos ella es de carne y hueso, tan real como la angustia que revuelve mi estómago en este momento…

Me incorporo con la sensación de que llevo días enteros —con sus noches— inmóvil en la cama, prisionero de mis propios delirios, pero sé que no es así. En realidad no he dormido más de cuatro horas, y ni siquiera me atrevo a calificar de sueño al turbulento duermevela de mi subconsciente. Ahora son apenas las siete de la mañana, pero el día ha despertado definitivamente y decido que es el momento de preparar café para dos.

Siento algo dentro de mí que me empuja a pensar que hoy es el primer día desde aquel en que unos aterradores ojos grises nublaron mi mente con su destello de fatalidad y desdicha, y vuelvo a asirme a la imagen de Cecilia durmiendo cerca de mí, consciente de que es el bastón de mi vida, la única persona capaz de espantar el miedo en la oscuridad de la noche. Ella descansa tranquilamente. Su respiración apenas es perceptible y hasta mí llega su olor dulce, entrañable, pero tan diferente a ese otro que remueve mis entrañas en estos últimos días, cargado de esperanza absurda enredada en aromas frutales de efecto analgésico… Nunca sentí nada parecido por mi querida Cecilia, estoy seguro de ello, y a estas alturas siento que la confusión se multiplica a medida que mi memoria pone en marcha el enmohecido engranaje.

El miedo a lo desconocido cubre mi vida con una patina espesa y gris y me impide ver con claridad. No sé lo que espero de Cecilia. En estos momentos la necesito más que a nadie en el mundo, pero no puedo evitar el preguntarme si no la estaré utilizando; si es para mí algo más que una simple conexión con el pasado. Porque es evidente que lo que me atrajo de ella vivía, en realidad, dentro de mi propio ser, y fue la casualidad la que cruzó nuestros caminos para que reavivase de alguna forma mi fuego interior. Cecilia es el puente que me salva del abismo y no tengo derecho a quebrar sus sentimientos. Eso es lo último que deseo, pero una vez recuperado el recuerdo de Claudia, empiezo a entender mi extraña adicción a “la argentina librera”, y también la razón de que su historia de hace dos noches me impactase hasta el punto de desengancharme de la realidad y dejar mi mente a la deriva en la que fue, sin duda, la noche más tempestuosa de mi vida…

No, la borrachera del sábado no impidió que entendiese las palabras de mi compañera, al contrario, me llevaron hacia un lugar de mi pasado al que hubiese preferido no tener que regresar. Por eso preferí ignorarla, simplemente… Pero ya estoy aquí y es inútil que intente huir. No recuerdo con exactitud las explicaciones de mi tía a mamá aquella tarde cercana a la noche buena —mi mente infantil no era capaz de asimilar algunos conceptos—, pero se me antoja que coincidía incluso en algunos detalles con la de Cecilia y, sobre todo, sus voces, la intensidad de sus ojos negros y la edad… Calculo que ambas deben rondar los cuarenta y cinco y la coincidencia me parece sorprendente…

¿Dónde estará tía Claudia ahora?

¿Por qué se marchó de casa?

¿Lo hizo antes, o después de la muerte de mamá…?

Una extraña sensación de vértigo me obliga a aferrarme a la encimera con urgencia y a maldecir la vida de mi padre. No sé cuantas veces lo habré hecho desde anoche, creo que perdí la cuenta, pero jamás podré perdonarle que me haya tratado como a uno más de entre sus conejillos de indias. Él me ha robado la vida y yo me dispongo a recuperarla. No me importa el tiempo que tarde ni lo que tenga que hacer para conseguirlo, pero lo haré sin necesidad de tener que volverlo a mirar a la cara.

Respiro hondo y comprimo el café en la cazoleta de la cafetera con rabia, recordando sus insistentes llamadas a mi móvil durante prácticamente toda la noche. No imagino lo que quiere, pero mi decisión es irrevocable. Jamás volveré a pisar su maldito mausoleo. Conseguiré recuperar mi vida por mí mismo y lo haré sin pérdida de tiempo. Pongo la cafetera en el fuego y acerco una silla a la ventana. Sólo son las siete y media y Cecilia no abre la tienda hasta las diez. En el último instante decido ser condescendiente con ella y esperar a que sea el aroma del café el que la despierte. Mientras tanto, me esfuerzo por rememorar hasta la última de sus palabras de hace dos noches, sin importarme que no pertenezcan a mi historia ni la de mi familia, convencido por la idea peregrina de que en el pasado de mi compañera se halla la solución al mío…

Ahora pienso que lo ocurrido el sábado por la noche fue un hecho fortuito e inesperado para los dos, pero claramente predestinado. Nuestra conversación no era distinta de las de otros días, y no consigo encontrar el momento exacto en que el ambiente se cargó de angustia y tristeza. Sencillamente, la vi esperar con paciencia a que el chorro de humo blanco y espeso abandonase su boca y a continuación oí como dejaba escapar las palabras, también despacio pero con seguridad, tal si hubiese empleado meses en preparar su monólogo, o como si todo formase parte de una escena de cualquier obra de teatro.

<<Mi padre fue periodista de El Nacional prácticamente desde los comienzos de su carrera…>>

Creo que la miré atónito, sin saber a lo que se refería en realidad, pero ella me pareció súbitamente enajenada mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero, y comprendí que ya no estaba conmigo. El vino la había arrastrado hacia atrás en el tiempo y no era capaz de volver. La que hablaba era una niña que no acababa de entender lo que ocurría a su alrededor, pero que se negaba en silencio a abandonar su casa, su calle, sus amigos…

Salieron de Buenos Aires a principios del 76, apenas una semana antes de que se produjese el golpe de estado, y cambiaron su luminosa casa con jardín por un mugriento y oscuro apartamento en Madrid. Cecilia tenía diez años y no alcanzaba a comprender demasiado, pero una suerte de rencor hacia el mundo fraguó su carácter de adolescente y la convirtió en lo que es ahora: una mujer despechada de la vida. Se acostumbró a seguir las costumbres de un país ajeno durante el día, y a escuchar con tristeza las cartas que su tío mandaba desde América, y que su padre leía en voz alta y con lágrimas en los ojos, cada noche.

Desde aquel cuartucho, triste y sombrío de Carabanchel, supo que en su país secuestraban a la gente no sólo por motivos políticos, sino también por su condición religiosa o sexual. Que se prohibían libros de Vargas Llosa, cantantes, otros escritores en general, enciclopedias y hasta algunas canciones de Gardel por el hecho de estar acompañadas exclusivamente por guitarras…

Después, el tiempo le enseñó que era mejor no pensar demasiado en una cuestión que a nadie importaba a su alrededor, en realidad. Madrid estrenaba su Movida y aquel ambiente, insustancial y frívolo, era más tentador para una adolescente que la angustiosa búsqueda de miles de víctimas de una dictadura cruel. Sin embargo, cuando regresaba a casa cada noche, el rictus amargo de su madre le recordaba el sufrimiento de su familia allá, al otro lado del océano, y sentía vergüenza por no poder compartir aquella pena.

A partir del 85, su padre comenzó a recibir cartas de los antiguos compañeros del periódico solicitando su regreso y colaboración. Y a finales de aquel mismo año Cecilia volvió a sentir el desarraigo en lo más profundo de su corazón. Se quedó sola en el desapacible apartamento, contemplando cómo sus padres regresaban a aquel lugar lejano que ella ya no estaba segura de considerar patria…

Hasta donde yo sé, en el caso de mi familia, fue mamá la que se quedó en España, atormentada por la melancolía y los remordimientos, tal vez, mientras que tía Claudia tuvo arrestos suficientes para acompañar a sus padres a la querida patria, cuando en realidad era ella la que se sentía más arraigada a la idiosincrasia de Madrid porque, más joven que mi madre, había aprendido a ser persona aquí, en España…

De alguna forma, todas estas cuestiones han convivido conmigo a lo largo de la vida, aún sin yo saberlo, por eso me siento tan cercano a Cecilia. Su historia no es especial. Seguramente hay cientos, miles de personas con pasados similares conviviendo entre nosotros en estos momentos. Mi madre, y después mi tía, vivieron aferradas a un recuerdo y yo estaba incluido en su mundo de tristezas contenidas y tangos porteños. Después, las dos desaparecieron en el abismo de mi memoria, pero su pena ya era la mía porque yo les pertenecía. Nací y viví aquí por cuestión de puro azar, aunque podría haber formado parte de la historia al otro lado del océano…

Cabe la posibilidad de que hubiese seguido la estela de otra argentina distinta con igual ahínco. Sólo tendría que haberse cruzado en mi camino antes que Cecilia. La simple idea me estremece, pero debo pensar en ello con objetividad, porque no estoy seguro de lo que siento por la mujer con la que convivo desde hace tiempo…

El rugido de la cisterna, al otro lado del tabique, me sobrecoge. De repente, siento que no deseo enfrentarme a Cecilia, todavía no. La cafetera humea a mi izquierda y el sol se esconde detrás de una enorme nube gris. El recuerdo de esa rubia misteriosa, a la que sólo he visto durante tres instantes de mi vida en la consulta de mi aborrecido padre, vuelve a martillearme las sienes… Y pienso que me gustaría que fuese ella la que estuviese a punto de atravesar el umbral de la cocina, frente a mí.




—Parece que no descansaste demasiado…

Se acerca directamente al fuego de la hornilla sin mirarme apenas, más ocupada en reprimir un bostezo. Con el pelo revuelto, y ese pijama de verano, parece diez años más joven, aunque a mí nunca me importó la edad…

—Hace quince minutos que me he levantado. He dormido tanto como tú.

—O sea, nada…

Vierte el café negro en las tazas y se acomoda frente a mí, al otro lado de la mesa, mientras busca el tabaco en los bolsillos del pantaloncito de algodón. Siempre lleva los cigarrillos encima. Creo que duerme con ellos. A veces, incluso, se levanta en plena madrugada para fumar apoyada en el alfeizar de la ventana. Yo creo que no lo hace tanto por vicio como por sacudirse la soledad. Me pregunto por qué sigue conmigo si nunca le di nada…

—¿Pensaste lo que hablamos anoche…?

Apenas recuerdo nuestras palabras de ayer ahogadas en sollozos, como retazos de una película inacabada, pero sé de qué trata la duda que le corroe y no es preciso que lo piense.

—No hay nada que pensar.

—¿Qué has decidido, entonces…?

Su mirada parece horadar la nube gris en busca del astro amarillo.

—Voy a buscarla.

—¿Cómo lo harás?

Ahora me mira seria, mientras el humo encuentra una salida a través de sus fosas nasales.

—Conozco su nombre y su profesión. Si sigue en España debe ejercer en alguna parte…

—Eso nos puede llevar días, semanas tal vez… Y ni siquiera tenemos la certeza de que siga en el país…

El café se me pega al paladar y araña mi garganta. Vuelco el dosificador de azúcar sobre la taza y lo sacudo.

—Tú no tienes por qué hacer nada. Ya me las apañaré…

—Nada de eso —siento el calor de su mano sobre la mía y el remordimiento me revuelve las entrañas—. Anoche te dije que estoy contigo y te lo repito esta mañana. Deseo mantenerme a tu lado.

—Como quieras…

Esquivo sus ojos negros, avergonzado por la duda secreta, y ella malinterpreta el gesto. Su mano aprieta la mía con complicidad.

—Pero, Mauri, no olvides que existe un camino más corto.

—Te dije anoche que no volvería a hablar de eso…

—Tu padre conoce la verdad…

Siento que la sangre se acumula en mi cabeza.

—Precisamente por eso —interrumpo el contacto con ella y me arrepiento inmediatamente de haberlo hecho—. No me fío de él. Si me ha ocultado la verdad a lo largo de toda la vida, no veo por qué iba a cambiar de actitud ahora…

—No debiste salir de su casa ayer como lo hiciste…

Golpea el respaldo de su silla con la espalda, visiblemente contrariada, y dos bucles negros se derraman sobre su frente. Está muy hermosa esta mañana…

—No pude hacer otra cosa…

—Nada demuestra que no estuviese intentando explicarte…

A veces no entiendo a Cecilia. Se dice y se desdice con una facilidad pasmosa.

—Cecilia, ¿en qué quedamos…? —arrastro la silla y un gemido chirriante araña el silencio de la mañana—. Llevas días intentando disuadirme de que vuelva a la casa de mi padre y ahora…

Siento su aliento detrás de mi hombro y un calorcillo acogedor alivia el vacío de mi estómago. Creo que la quiero, no sé cómo se me ocurre que pueda ser diferente.

—Las cosas han cambiado. Todas esas llamadas de anoche, y el hecho de que intentase explicarte algo… ¿Es que no lo ves como yo…?

—No, no lo hago.

La churrería abre sus puertas, al otro lado de la ventana, y los parroquianos desfilan lentamente hacia el interior, con aire cansino. Cecilia y yo los observamos, indiferentes.

—Deberías considerarlo, al menos…

—No hay nada que considerar. Tú no lo entiendes, es así de simple.

Se aparta bruscamente de mi lado y un escalofrío recorre la parte de mi espalda que estaba en contacto con su cuerpo hace un instante. Me giro hacia ella y el estremecimiento se extiende hasta lo más profundo de mi ser. Sé que se siente desplazada, apartada de mi vida, y ni siquiera estoy seguro de que no sea así.

—Hago lo posible por entenderlo…

Arrastra las tazas con aire cansado, en su camino hacia el fregadero, mientras me mira de reojo esperando dios sabe qué frase por mi parte. Yo me limito a ocupar mi asiento en silencio, aunque después de un momento considero que tiene derecho a una explicación.

—Déjame hacer a mí, es lo único que te pido.

Sus manos chapotean bajo el grifo de forma mecánica y un rictus de amargura ensombrece aún más su rostro moreno.

—Como quieras.

Apenas oigo su requiebro cuando ya estoy prácticamente al otro lado del apartamento. Necesito ponerme en marcha cuanto antes. El ordenador zumba obediente bajo la presión de mi dedo y yo hago lo imposible por poner en marcha los engranajes de mi entendimiento:

CLAUDIA SANTONI

¿Psicóloga o parapsicóloga, tal vez…?



6 comentarios:

Gissel Escudero dijo...

¿Mauri va a plantar a su despótico padre? Hmm, ¡me gustaría ver la rabieta que hará el viejo cuando se entere! :-D

G.

carmeloti dijo...

Irlanda no puedo creer que toda esa gente que vive en tu cabeza, no sea la droga que necesita la gente, la soledad de Mauri, la nacionalidad de Cecilia,una oscura historia detras que no acabo de ver, tu amisdad, mis percepciones...

Dios mio acaba esta historia, empieza la mia, o viceversa, esos extraños hechos fortuitos, esa arriesgada forma de ver la vida a traves de acontecimientos.

En cada entrega me absorves.

irlandaherrero dijo...

Gissel,
Mil gracias por estar ahí. No te vayas, que a Mauri le quedan muchas cuestiones por plantar!! ;-)

irlandaherrero dijo...

Carmen!!!
Dos capítulos en menos de vienticuatro horas... Si es que te tengo que querer!!!
No te imaginas hasta qué punto me animas. Te quiero!!

Marse Sobrino dijo...

Uffffff, menos mal que hay un continuará, los personajes se han escapado de tu imaginación, y han venido a parar a la mia, ya no puedo estar sin ellos.
Me encanta esa forma de mezclar pasado, presente, futuro, hechos reales con hechos imaginativos.
Necesito ya tu imaginación conmigo....besotesss y proxima entrega yaaaaaaaaaaaaaa.

irlandaherrero dijo...

Heyyyyy, Marse, no te había visto!!!!
Mi imaginación es tuya ;-)