8º — NADA ES LO QUE PARECE
(a carmeloti)

Dos críos de cabello rubio y enmarañado corretean a las palomas con ahínco a través de la concurrida plaza. La mayoría de las aves ha volado hasta lo más alto de la fuente, o a los tejadillos de los puestos de flores, y observan desde allí la evolución de dos de sus compañeras, las únicas obstinadas en permanecer en tierra a pesar del inminente peligro. Las migas de pan húmedo, que una de las floristas acaba de arrojar al suelo, parecen demasiado tentadoras para éstas.

Los niños lanzan al aire sus gritos desafinados y estridentes y embadurnan el aire de un rojo vivo, radiante. Persiguen a los animales con un trozo de pan mojado en cada una de sus manos extendidas, y parecen llamarlos en un idioma extraño que Dai no es capaz de identificar.

No muy lejos de ellos una mujer joven, cargada con una mochila enorme, recoge sus bucles dorados tras las orejas y se inclina fascinada sobre el macizo de claveles rojos y blancos que Maruja, la florista, refresca en estos momentos con la regadera. La chica mira a la mujer y le muestra una sonrisa radiante mientras le señala las flores significativamente. Maruja se da por entendida y le enseña la palma de su mano con los cinco dedos extendidos para, inmediatamente, agarrarse el meñique con el pulgar. Hace el mismo gesto varias veces, muy despacio, al tiempo que repite “fai flores tri euros” hasta que la chica asiente, sin perder la sonrisa, y tira del cordón que pende de su cuello para sacar a la luz la carterita que esconde bajo la camiseta, al abrigo de los cacos. Con el manojo chorreante entre las manos, se aleja hacia las mesas de la terraza más alejada, donde otras tres chicas la esperan expectantes y sonrientes. Ella hunde su nariz una y otra vez entre los pétalos bicolores, aunque sin detener el paso. Huele y mira, mira y huele, y la sonrisa desaparece de su rostro paulatinamente… Se diría que está decepcionada, y Maruja la mira con los brazos en jarras, plantada en el suelo húmedo de su puesto y negando en silencio, como con resignación.

Dai enciende un cigarrillo y suspira con cierto alivio cuando una mujer, ataviada con bermudas de color caqui y chanclas de cuero, abandona su asiento en una de las mesas del Bibarrambla y se dirige con diligencia hacia los críos. Éstos detienen su carrera en cuanto la ven, escuchan sus palabras quedas con seriedad de adultos y vuelven a sentarse, mohínos, frente a sus batidos de chocolate. En su misma mesa, un hombre joven y apuesto, de pelo enredado y rubio y barba de tres días, mira indolente a su alrededor, completamente ajeno al gesto de enfado de la chica de las bermudas, como si la educación de los críos no fuese de su incumbencia. La jarra de cerveza derrama la escarcha sobre su pantalón cada vez que la acerca a la boca, pero tampoco esto parece importarle.

Poco a poco, las palomas vuelven a picotear su almuerzo. Primero bajan de la fuente las más valientes, o las más hambrientas, salpicando de agua la plaza con el batir de sus alas mojadas. Después las siguen las prudentes, las rezagadas y las viejas, hasta formar un grupo compacto y gris envuelto en un halo azul pardo que danza al compás armonioso del arrullo amable, tranquilizador, de la bandada.

Dai apoya la espalda en el duro respaldo de hierro del banco, definitivamente aliviada. No le gustan los niños. Son estridentes, emborronan el ambiente con trazos caóticos, enredados y deslumbrantes, que enturbian sus pensamientos y la hacen perder la concentración una y otra vez…

Exhala el humo de su cigarrillo despacio, y observa cómo las volutas blancas se impregnan de un tono rosado amable cuando interfieren en su camino a las ondas que emanan de la caja acústica de la guitarra de Lisa, apostada a un metro escaso del banco que ocupa ella misma.

Ésta no es una buena mañana de domingo, piensa. Por su parte sólo ha hecho dos caricaturas y la funda de Lisa permanece en el suelo prácticamente vacía, abierta y negra como un sarcófago profanado al que no han dejado ni el polvo… Dai no pinta en la calle por dinero. Aunque ésta sea su única fuente de ingresos, sabe que tiene cubiertas en casa las necesidades básicas. Acude cada mañana a la plaza de Bibarrambla porque le gusta impregnarse de diversidad. En este rincón consigue mimetizarse con el resto del mundo e impedir, por un rato, que la punta de su lápiz o la cola de su pincel le arañen el subconsciente. Las caricaturas son amables y divertidas y permiten que la herida de su cerebro sane antes de volverla a abrir. Pinta lo que ve y siente que el proceso se produce desde fuera hacia adentro. Mucho más fácil, menos doloroso. Es una especie de terapia de choque que la ayuda en cierta medida a despejar la atmósfera densa de su pensamiento, a limpiar el cajón de la mente de símbolos e imágenes oníricas y etéreas, antes de empezar de nuevo.

Sin embargo, para Lisa es diferente. A Dai le consta que las canciones que deja en el aire de la plaza a diario son la base de su sustento. Con ellas paga el alquiler de la habitación umbría que ocupa en la calle Gloria y el alimento de Momo, su perra… Aunque Dai está casi segura de que no necesita mucho más. Aparte del chucho, no parece importarle nada en la vida. Pero la pintora tampoco conoce demasiado de la historia de esa chica rubia de mirada dulce, excepto que es una buena guitarrista con voz de ángel y que un día llegó de Inglaterra sola, y algo le dice que su intención no era ocupar ese rincón, junto a la puerta de Maruja, y esperar por siempre a que la gente alivie sus necesidades más primarias. La tristeza de sus ojos habla de soledad profunda y abandono total, y más de una vez ha sido fuente de inspiración para Dai, pero nunca se lo dirá ni hará ver que se interesa por su pasado. Durante tres años ha compartido con ella los bocadillos y las cañas de media mañana y ha escuchado su folk meloso sin otra pretensión que la de atenuar el paso de las horas y debilitar la sensación de abandono en el espacio que suele causar la soledad. Y en cualquier caso, prefiere rellenar huecos con la imaginación, después de todo, éste es su punto fuerte, el pilar sobre el que sustenta su propia vida, y preferiría que continuase siendo así, aunque esta mañana todo parezca diferente…

Apenas se ha dado cuenta, pero las canciones de lisa la van llevando poco a poco hasta un lugar de su mente desconocido, aunque no por ello menos chocante por entrañable y añorado, tal vez. Es extraño y la desconcierta. No entiende su propia sensación, pero piensa que es su hermana llamándola de alguna forma, pidiéndole que pose sus pies en el frío suelo de la realidad, que busque los motivos, las razones que la han arrancado de casa de esta forma absurda, cruel… Quizá en la letra de esa canción de Radiohead…

Dai arroja la colilla con furia a un charquito de agua y las palomas más cercanas baten sus alas sobresaltadas. Algo le dice que Paloma depende de ella, que sólo su intervención conseguirá sacarla de donde quiera que esté, pero no se le ocurre qué puede hacer para encontrarla. Duerme, come y convive con su hermana desde siempre, pero es más que evidente que no la conoce como pensaba. Desde la muerte de Marta, los escasos amigos de Dai han sido los suyos y sólo sale con ellos en contadas ocasiones. Jamás la ha visto interesada por nadie aparte de Marta, pero nunca se sabe…

La tonada dulce de Lisa devora sus entrañas y la induce a sentir la verdadera urgencia de la situación. De repente, la sangre acelera por los pasadizos de sus venas y se le agolpa en el cerebro apelando a la diligencia de las neuronas, pero de poco le sirve el intento. No tiene por donde empezar…




—¡Hey, Dai!

Diana dirige la mirada hacia su amiga, pero apenas distingue sus ojos tristes entre la bruma gris que ha oscurecido el día de manera brusca. A su alrededor, la gente ríe y bebe cerveza como hace unos minutos, pero las palomas han vuelto a levantar el vuelo despavoridas sin que los críos hayan hecho ningún movimiento sospechoso desde su mesa, y Momo gruñe bajito con las orejas erguidas y los ojos clavados en Dai. Ésta mira a la perra, a su vez, y comprende: el chucho está oyendo lo mismo que ella en éste preciso instante.

La frase se reproduce una y otra vez en su pensamiento, y la hace rememorar el biombo traslúcido salpicado de motivos chinescos de su habitación, como el retazo de una película de las que no se pueden sacar de la cabeza. La voz es nítida y hace vibrar sus pabellones auditivos de una forma tan real que mira hacia atrás para asegurarse de que no es Paloma en persona la que le habla al oído…

De repente, siente que nada es lo que parece, que debe hacer algo inmediatamente antes de que ocurra una desgracia irreparable… Pero, ¿Cuándo oyó esta frase…? ¿y por qué la ha olvidado…?

Se levanta apresuradamente y desmonta el caballete con urgencia, ignorando los gruñidos de Momo y las palabras de Lisa.

—Dai, ¿qué te pasa?

Siente que debe actuar con toda la celeridad de que sea capaz, y que el primer paso es ponerse en movimiento cuanto antes.

—Es la una… La hora del bocata…

Lisa sigue sus movimientos desconcertada, mientras las campanas de la catedral conceden al súbito tono gris del día brillos de plata.

—Lo siento, tengo que irme.

Acierta a contestar a su compañera cuando ya ha emprendido la marcha hacia la plaza del Carmen, aunque no es capaz de ver la consternación de su gesto ni la actitud amenazante de la perra.

Con el caballete desmontado bajo un brazo y la enorme carpeta y el estuche de madera bajo el otro, emprende una marcha urgente, como si huyese espantada, y en realidad lo hace, aunque la voz la persigue a lo largo de la calle Navas y no es capaz de desembarazarse de ella en todo el trayecto hacia el Realejo. Se siente terriblemente culpable y eso es algo novedoso en todo este asunto. No entiende cómo ha podido olvidar algo así y, si lo ha hecho, ¿por qué tiene que recordarlo precisamente ahora y de una forma tan nítida? ¿Qué significa…? ¿Y cómo es posible que no hiciese caso a un comentario de ese tipo…?

En la calle san Matías, un grupo de chicos muy jóvenes la enviste y está a punto de perder el caballete y hasta el equilibrio. Detiene la marcha un instante y respira hondo a duras penas. Los latidos de su corazón se han multiplicado por mil y apenas es capaz de contener las lágrimas.

Ni siquiera está segura de la noche en que ocurrió, aunque puede que fuese en la madrugada del lunes, porque ese día Paloma tuvo un altercado serio con su madre y ya no fue capaz de controlar sus nervios hasta bien entrada la mañana del martes. Recuerda que ni siquiera fue a clase de inglés ese día. Seguramente no cogió el sueño hasta el amanecer. Le pasa a menudo, sobre todo cuando mamá se empeña en manejar las vidas de sus hijas a su manera, cosa que hace más a menudo de lo que debiera. Elvira se esfuerza en seguir las recomendaciones del médico de Paloma a rajatabla, y considera imprescindible que la chica se mantenga ocupada a lo largo de toda la jornada, pero su hija menor está cansada del reparto y prefiere buscar otro trabajo más tranquilo. Tampoco es algo tan descabellado…

Lo cierto es que su hermana no ha vuelto a recuperarse desde la muerte de Martita… Razón de más, piensa Dai, para no tener demasiado en cuenta sus locuras. Aunque debe reconocer que, últimamente, se comporta de una forma excesivamente extraña, incluso tratándose de ella. El sábado anterior, por ejemplo, salieron juntas a dar una vuelta y no dejaba de mirar a su alrededor como si se sintiese observada, o perseguida. Dai recuerda ese detalle perfectamente…

El hecho es que el lunes por la noche, casi con toda seguridad, no se hizo el silencio en la casa hasta después de las doce. Elvira y Tomás discutieron a placer sin tener en cuenta que su dormitorio linda con el de las chicas y los tabiques son de papel. Escuchar sus peleas no le hace ningún bien a Paloma, Dai es consciente de ello, pero la pareja no lo puede evitar. Nunca se ponen de acuerdo en las cuestiones relativas al tratamiento médico de la nena. Tomás piensa que todo iría mejor si se olvidasen de especialistas y pastillas, pero Elvira no admite la más mínima insinuación al respecto… Y, ahora que lo piensa, Dai no sabe de parte de quien está. Se avergüenza un poco al comprobar su evidente desinterés por el problema de su hermana, pero nunca se ha sentido responsable de ella y prefiere ser práctica: si algo no tiene solución, es mejor no pensar en ello…

El caso es que el sueño llegó de la mano del progresivo silencio, el lunes por la noche, y Dai aprovechaba las primeras ensoñaciones para preparar su trabajo del día siguiente, como hace siempre, cuando oyó su voz trémula al otro lado del biombo: “Dai, ¿qué harías tú si te sintieses realmente amenazada de muerte…?”

Ni siquiera estuvo segura, en aquel momento, de haberla entendido. Intentó adivinar su expresión al otro lado de la pantalla traslúcida, pero no se molesto en preguntar. Estaba cansada de angustias, de peleas y de malos rollos, y lo que menos le apetecía era acabar la noche con una absurda cuestión trascendental. Su respuesta fue tajante: “Duérmete Paloma, ya hemos tenido bastante por hoy…”

Atraviesa la calle Palacios y sube las escaleras hacia santo Domingo a gran velocidad, propulsada por los latidos acelerados de su propio corazón. Después de dos días, sumida en una especie de letargo incomprensible incluso para ella, de repente siente que no puede perder ni un instante, que es vital para Paloma que encuentre un motivo, un camino, o quizá esa maldita cinta…

Sin embargo, en la calle Santiago, a escasos metros de su portal, se detiene bruscamente y decide recapacitar. Será mejor que ni Tomás ni Elvira adviertan su inquietud. Eso sería como echar gasolina a la chimenea encendida y, por otro lado, puede que la angustiante incertidumbre que la devora sólo sea producto de las lucubraciones absurdas de su cerebro embotado. No sabe lo que contiene la cinta de vídeo que Paloma guardaba bajo el colchón con tanto celo, y tampoco puede estar segura de que la estúpida canción de Radiohead tenga que ver con esa grabación… En realidad, si lo piensa despacio, todo le parece una locura…

Sube las escaleras sin prisas, intentando recuperar la compostura, pero sus dedos ni siquiera son capaces de introducir la llave en la cerradura. Daría lo que fuese porque sus padres no estuviesen en casa en este momento. Necesita, al menos, media hora de margen para tranquilizarse, para pensar, para buscar… Pero sabe perfectamente que esa circunstancia es demasiado improbable como para detenerse siquiera a considerarla.

Cuando entra en el pasillo oscuro, respira hondo y se dice a sí misma que será capaz de contener las lágrimas.

—¡Hola!

Oye a su madre en la cocina y a su padre en la sala, pero aprieta el paso hacia su habitación.

—¿Por qué vuelves tan pronto?

La voz anaranjada de Elvira la persigue por el pasillo.

—Me aburría —su cuarto está fresco y en penumbra—. Voy a hacer cosas. Llámame cuando esté la comida.

Su madre se da por aludida y contesta desairada, en un tono alto y hostil.

—¡Qué felices vivís vosotras dos…!

Dai ignora el comentario, cierra la puerta con el pestillo e inicia la búsqueda sin perdida de tiempo. Pero, dos horas después, comprueba desalentada que la tarea ha sido infructuosa y los resultados desastrosos. Tanto el colchón de Paloma como el suyo están descolocados, apoyados de cualquier manera en la pared y rodeados de enseres por todas partes. A la chica le parece que no ha quedado ni un solo cachivache en su lugar, aunque la cinta de vídeo parece haber desaparecido de la faz de la tierra. Si su madre entra en ese instante ocurrirá algo irremediable, así que, prefiere adelantarse y sale ella misma de la habitación, dispuesta a poner la mesa.

Durante la comida le parece advertir ciertas miradas cómplices, o de preocupación, entre sus padres y se pregunta si sabrán ellos algo sobre esa cinta de vídeo.

—Mamá, ¿tú has limpiado alrededor de la cama de Paloma…?

Elvira la mira con los ojos enrojecidos y distantes.

—No he tocado nada, ¿por qué…?

—He perdido un pincel…

Su madre niega en silencio, resignada, y aparta los ojos de ella con desinterés.

—Algún día perderás la cabeza…

Después, su atención vuelve nuevamente a la pantalla del televisor, y Dai comprende que la preocupación de los dos se centra, en realidad, en el telediario. Tomás sube el volumen a cada tanto, y a Elvira se le ha olvidado la cuchara a medio camino entre el plato y la boca. Van listos, piensa Dai, si creen que esos oportunistas pretenden ocuparse a diario de una pobre desquiciada… Siente que una pelota dura le obtura la boca del estómago por sorpresa, y decide que la comida ha terminado aún antes de empezar. Lo mejor que puede hacer es alejarse de la mesa cuanto antes y arreglar la habitación, si quiere evitar que las cosas se compliquen un poco más.

—¿A dónde vas?

Su madre la recrimina en cuanto hace el amago de levantarse y Dai resopla con desazón.

—Sabes de sobra que no me gustan las lentejas, y tengo mejores cosas que hacer antes que escuchar a esos imbéciles.

El resto de la tarde transcurre lento, insondable, oscuro y triste, sobre todo triste. Ha tardado un par de horas en recomponer el desaguisado y después se ha sumido en un trance extraño de aflicción y melancolía. Estos sentimientos no son propios de Dai, y los teme más que a la propia muerte porque ve en ellos el reflejo de Paloma. Su miedo y esa angustia devastadora que la dominan se han apoderado ahora de su propia mente, y la sensación la aterra. A veces, se le ocurre que las dos están hechas de la misma pasta, que en cualquier momento esa fatalidad innata en ellas puede saltar de su escondrijo y arrastrarla también hasta el zulo oscuro en donde su hermana se consume día a día…

Intenta aprovechar el rato de luz que le queda a la tarde dibujando una y otra vez el destello denso y estremecedor que vio en los ojos de Paloma el martes por la noche. Sentada junto a la ventana, sujeta el bloc con la mano izquierda mientras la derecha maneja el carboncillo a base de trazos impulsivos, cortos y nerviosos, cargados de vitalidad y actividad mental. Y lo hace sin música. Esta vez prefiere concentrarse en las palabras de su propia hermana aquella noche, porque ella sabe que lo que dibuja no es reflejo de lo que ve, sino que está más cerca de lo que siente, de lo que oye. El lápiz y el pincel son su medio de comunicación… Aunque esta tarde, sus intentos vuelven a ser inútiles y piensa que el motivo es sencillo y evidente: la noche del martes no consiguió entender la intención de aquella mirada, como no captó el sentido de sus palabras: “lo desconocido es lo que más terror causa, siempre…”

¿Qué diablos puede significar eso…?

Aparta el lienzo blanco del caballete y deja el bloc en su lugar. Después, se acerca a la ventana y observa atentamente el rostro impreso en el papel. Es ella, no tiene la menor duda. La chica del dibujo es su hermana, con sus rasgos finos y delicados y los bucles negros ocultando a medias los inmensos ojos negros. También con el peso de sus sufrimientos oprimiéndole el alma y aflorando a sus pupilas... Pero es sólo eso, la Paloma de siempre, eternamente asustada del miedo… Le falta el destello singular que vio en sus facciones la noche del martes…

Está oscureciendo, pero prefiere meterse en la cama antes que encender la luz. Quien sabe, puede que el sueño la libre de la extraña congoja que le oprime el corazón. De repente, se pregunta como hará su hermana para sobreponerse a esa desazón, y se estremece ante la posibilidad de que pueda sentirse así la mayor parte de su tiempo. Nunca lo había pensado, pero esta noche es capaz de comprender ciertas cosas.

Durante toda la vida, Paloma le ha hecho de conciencia y también de freno, a veces. Ella siempre ha sido el contrapunto a sus locuras, y la mejor confidente que jamás haya existido, aparte de prestarle un apoyo incondicional… La verdad es que en ningún momento ha dejado de sentirse admirada y querida por su hermana, ni siquiera durante el año que estuvo en la facultad, cuando llegaba todas las noches de madrugada, borracha como una cuba, y Paloma la esperaba pacientemente para ayudarla a meterse en la cama sin que sus padres advirtiesen nada fuera de lo común…

¿Qué le ha dado ella a cambio…?




Su mente vuela adormecida hacia los años de la niñez y la primera juventud de ambas. En el colegio formaban un trío extraño. Sí, un trío porque eran tres. Todavía le cuesta pensar en Paloma sin ver a Marta junto a ella, con su aire frágil y desvalido, pero indiscutiblemente encantadora y preciosa, y envuelta en un halo rosado y delicado; una de esas personas con un magnetismo especial. En realidad, se le hace fácil comprender la desesperación de su hermana por la terrible pérdida. Dai siempre pensó que se necesitaban mutuamente de una forma enfermiza u obsesiva, tal vez. Incluso llegó a dudar, no hace mucho, sobre si su relación iba más allá de la mera amistad…

En el colegio eran las más débiles, así que, casi siempre se convertían en el blanco de las mofas, y entre las dos no eran capaces de reunir el valor de una sola persona. Por eso buscaban a Dai en los recreos, a la salida y hasta el último momento antes de entrar, por la mañana. Diana es dos años mayor que ellas y, como ellas, se salía del carácter estándar del resto de las compañeras, era solitaria, arisca y rara en sus razonamientos si se los comparaba con los de las demás. Pero sabía hacerse respetar, y ayudaba a las chicas no porque le inspirasen compasión, o por lazos de parentesco, sino por una cuestión de principios. Ella piensa que el respeto a los demás es la premisa imprescindible para vivir en paz, y también el único principio moral capaz de desbancar a todos las demás, incluido el amor. Dai no cree en el amor, como no sea en el amor propio…

Las sábanas están calientes y húmedas, se le adhieren al cuerpo y le impiden alcanzar las cotas más profundas del sueño, esas en las que impera la ausencia de movimiento, de sonidos, de vida… La nada, la paz.

Sólo se siente aliviada por las sensaciones procedentes de la ventana entreabierta: el suave perfume a jazmín y azahar y los destellos de plata que le inspira el chapoteo lánguido del agua en la fuente…

De repente, este pensamiento la desorienta y la obliga a pensar con calma… ¿Qué fuente…? Se encuentra en medio de la calle Santiago y el surtidor más cercano está en el campo del Príncipe, aunque, si se limita a describir lo que siente, juraría que el colchón que la sostiene es duro y desigual, como aquellos antiguos rellenos de borra…, como el de aquella cama perdida entre los recuerdos borrosos de su niñez…

Abre los ojos sobresaltada y mira a su alrededor. Las primeras luces del día atraviesan los cristales y dan a la habitación un aire misterioso, cargado de sombras y contrastes. Dai comprueba la hora en el reloj de la mesilla, desconcertada. Son las siete y media y no recuerda haber dormido nada en absoluto.

Se levanta apresuradamente y observa la calle con atención. Al otro lado de la ventana, tal como esperaba, no hay indicios de que hayan regado ni ningún otro indicativo que justifique lo que ha oído hace solo un momento. Y está segura de que era el chapoteo del agua cayendo mansamente en el lecho de una fuente. Y también cree saber de qué fuente se trata.

—Es absurdo —se dice a sí misma en voz alta—. Es completamente absurdo.

Pero se dirige hacia el armario con urgencia y busca la ropa adecuada. Su mente establece un plan sobre la marcha, automáticamente, y ella decide seguirlo olvidándose de la lógica. Después de todo, Paloma no ha pensado con lógica en su vida, y si quería ocultar esa cinta de vídeo no se le ocurre mejor sitio que “el Carmen de los Sueños”.

Su madre ya se ha levantado, puede oír perfectamente el cacharreo en la cocina, y tendrá que darle una explicación coherente. Cierra su lado del armario y mira en el de su hermana. Inmediatamente, se encasqueta el primer chándal de ésta que tocan sus dedos y mira la imagen del espejo. Ni siquiera ella es capaz de reprimir un rictus irónico, pero la suya es una excusa como otra cualquiera y, al menos, hará pensar a Elvira y le dará tiempo de salir de casa antes de que la atosigue con sus preguntas.

Después, revuelve en el cajón de la mesilla de noche de Paloma y encuentra en seguida lo que busca. Coge el llavero, suspira y piensa que hubiera preferido que no estuviese ahí, pues ésta sería la señal de que su hermana podía encontrarse en el carmen, aunque le consta que la policía registró la casa de Martita al día siguiente de su desaparición… Guarda el juego de llaves en la mochila y sale de la habitación con prudencia. Preferiría que su madre no advirtiese su intención de salir tan temprano y así ahorrarse cualquier tipo de explicación, pero en cuanto da un par de pasos en el pasillo, su voz de naranja la sobresalta.

—¿A dónde vas tan temprano?

La mira desconcertada desde el umbral de la cocina, con los guantes de goma impregnados de jabón hasta los codos. Dai se pregunta qué puede estar fregando a estas horas de la mañana.

—Voy a correr.

Su madre sonríe burlona y la observa de arriba abajo. Ver a Diana en chándal le parece como ver al papa de boy scout.

—¿Desde cuando…?

Dai la esquiva y continúa su camino enfurruñada.

—Desde hoy.

Cuando pasa junto al dormitorio principal, el intenso olor a loción masculina la obliga a mirar hacia el interior de la habitación. Su padre se viste de traje y corbata con esmero, y después comprueba el resultado frente al espejo de la cómoda. A Dai le extraña este hecho, no recuerda haber oído que tuviese ninguna cita extraordinaria para hoy y está a punto de entrar y preguntar a Tomás la razón de su engalanamiento, pero cae en la cuenta de que los ojos de su madre siguen clavados en su nuca y decide salir de la casa cuanto antes.

El aire es fresco y denso y va cargado de aromas primaverales, pero no huele a naranjo. Dai piensa en ello y el recuerdo de aquella fuente de mármol blanco, brillando a la luz de la luna y rodeada de naranjos, la impulsa a acelerar la marcha a la altura del Cristo de los Favores.

Hace una eternidad que no sube al carmen de Martita. Desde que el padre de ésta murió, si no recuerda mal, y de eso hace ya más de doce años. Sin embargo, para Paloma siguió siendo su segundo hogar hasta el día de la muerte de la propia Marta, sobre todo, desde que ésta decidió ocupar la casita de los guardeses para vivir con cierta independencia. Pasaban juntas la mayor parte del tiempo, y Paloma apenas asomaba por casa de vez en cuando para cambiar sus discos y dar un beso a sus padres. Ahora, la hacienda está completamente abandonada. El único miembro vivo de la familia es Sergio, el hermano de Marta y, por lo que Dai sabe, vive en Madrid y entre sus proyectos no está el de volver a Granada. Diana tampoco lo haría, esa mansión es tan bella como maldita. Al otro lado de sus muros sólo han ocurrido desgracias desde que ella puede recordar…

En santa Catalina se detiene un momento a coger aliento. La tapia blanca del carmen está frente a ella, deslucida y triste, cubierta de madreselva descuidada y polvorienta, y Dai siente una fuerte opresión en el estómago cuando recuerda que, no hace mucho, Paloma fue la primera en enfrentarse al cuerpo sin vida de su compañera, en el interior de esa fortaleza… Niega en silencio y continúa el ascenso de la cuesta despacio, mientras sigue pensando en ello. No es extraño que la gente de los alrededores haya empezado a denominar al lugar como “el Carmen de la Muerte”. Desde que falleció Ana, la hermana mayor de Marta, han ido cayendo uno tras otro todos los miembros de la familia, y se le ocurre que, después de todo, la muerte es la madre de todos los sueños. Dai camina prácticamente pegada a la tapia cuando llega a la conclusión de que Sergio debería olvidarse de este lugar para siempre…

Bordea la tapia y mira con angustia la fachada principal de la hacienda. La puerta de los guardeses se halla muy cerca de la esquina, a unos veinte metros de la de los señores Alarcón, en lo más profundo de la cuesta. Nadie parece haber cruzado los umbrales de ninguna de las dos entradas desde tiempo inmemorial, a juzgar por el polvo y la hierba que se acumulan en los escalones de ambas. Dai busca las llaves en su mochila y observa atenta a su alrededor. No le gustaría que la detuviesen por allanamiento de morada, aunque, no hay cuidado. Aparte del canturreo de los pajarillos en celo, procedente de la arboleda del interior del carmen, no parece haber ningún indicio de vida en los alrededores. El callejón también murió hace tiempo…

El interior está oscuro y huele a cerrado, pero nada más, después de todo, las chicas vivían aquí hasta no hace mucho y, durante las temporadas que Marta pasaba en Madrid, Paloma se ocupaba de todo. Dai cierra la puerta despacio y suspira acobardada. No es miedo exactamente lo que siente, sino un profundo respeto hacia el lugar donde su amiga exhaló el último aliento. Paloma le explicó entre sollozos, dos días después de su muerte, que la encontró en la bañera, completamente desnuda, con la cara hundida en el agua y la piel de ésta blanquecina, extrañamente replegada, como una careta demasiado grande adherida a su rostro. No es extraño, llevaba en el agua desde la noche anterior, cuando al parecer decidió tomar un baño antes de irse a la cama. Nadie puede asegurar lo que pasó, aunque la opinión general, incluida la de la policía, es que su intención era otra muy diferente a la de relajarse… Paloma monta en cólera cada vez que alguien se atreve a insinuar que Marta se quito la vida, y Dai la cree porque sabe que la conocía como a sí misma, sin embargo, últimamente se pregunta por qué no dormían juntas tan a menudo como solían…

Pasa sin mirar ante la puerta del baño y abre de par en par los postigos de las ventanas. La luz entra a raudales e ilumina una sala pequeña, pero muy acogedora. Todo está en orden, y el único indicio del paso de la policía por la vivienda, hace un par de días, se halla al otro lado de las cristaleras que dan al porche interior. La puerta de madera vieja se ha hinchado durante el lluvioso invierno y Dai tiene ciertas dificultades para abrirla. Cuando lo consigue, sale al exterior y apoya las manos en la baranda de hierro mohoso con desazón. La situación de abandono del inmenso jardín es penosa. La mala hierba ha crecido hasta el punto de ocultar los bancos de hierro y madera que rodean la fuente blanca, ahora negruzca, seca y repleta de hojarasca. Donde se supone debería estar el camino, los hierbajos aparecen aplastados por los pies de los miembros del cuerpo de policía en su infructuosa búsqueda del jueves por la tarde; y los árboles se exhiben despeluchados, tétricamente asilvestrados y con las ramas partidas a golpes de abandono. Tan solo el viejo ciprés se yergue orgulloso desde el fondo, junto a la escalera que desciende a la bodega, y su copa altiva se balancea a merced del aire, completamente ajena a la desolación que impera diez metros más abajo…

Dai suspira abatida y da la espalda al escenario de desolación con el corazón encogido. Después, se sumerge en una tarea angustiosa y difícil y pierde la noción del tiempo. Al menos la mitad de la enorme estantería que oculta la pared interior de la sala está completamente ocupada por cintas de vídeo. Dai recuerda perfectamente que la carátula de la que Paloma guardaba bajo su colchón era completamente negra, y comprueba despavorida que la colección completa tiene un aspecto idéntico. Sólo se diferencian unas de otras por el número escrito en la pegatina blanca adherida a los lomos… Y ni siquiera recuerda si la que busca llevaba número. Mira resignada hacia el aparato reproductor, perfectamente alineado con el lector de Dvds en la parte más baja de la mesa del televisor, y calcula que le llevará más de dos días comprobar todas las cintas, así que, decide que debe ponerse a la tarea cuanto antes y lo hace sobre la marcha.

Cuando abre algunas de las carátulas, comprueba que las cintas que esconden son originales, entonces suspira aliviada y las desecha en un rincón cercano a la mesita. Pero la inmensa mayoría son películas en blanco y negro, grabadas de la tele y ordenadas por directores. Dai ha quitado el volumen al aparato y permanece sentada, con las piernas cruzadas muy cerca del lector, contemplando cómo la montaña de fundas negras crece a su derecha a la par que la desazón en su corazón. Está casi segura de que ésta estúpida tarea no le llevará a ninguna parte, pero no puede parar. Por el momento no se le ocurre nada mejor para llegar hasta la razón que se llevó a su hermana de casa. En el exterior, los pájaros cantan y revuelven entre las ramas, seguramente buscando un lugar adecuado para ubicar el nido. Dai recibe los sonidos como ráfagas pintadas de verde y amarillo, y se acostumbra a ellas hasta que casi no las percibe. Sin embargo, sin que pueda precisar exactamente el instante, una pincelada de gris sucio modifica el ambiente y acelera los latidos de su corazón sin motivo aparente. Detiene sus manos a la altura de la abertura del vídeo y presta atención. Lo que escucha la deja sin aliento. Juraría que son pisadas sobre la hojarasca seca. Ignora las punzadas de sus sienes y se levanta despacio, procurando hacer el menor ruido posible. Después mira hacia el exterior desde el vano de la puerta y localiza el sonido a su izquierda, junto al camino. Avanza un par de pasos, hasta que su cuerpo queda a medio metro de la baranda, y busca con ansiedad. Los cardos alcanzan una altura de medio metro en esa zona, están amarillentos y resecos, y se quiebran ante sus ojos bajo la presión de una fuerza que no consigue distinguir. Se agarra a la baranda para controlar el temblor de sus manos y se esfuerza por descubrir lo que ocultan los matojos cuando, de repente, el aire se tiñe de gris plata brillante y la empuja con fuerza al ritmo de las campanadas estridentes de la parroquia de San Cecilio, y de lo más profundo del matorral salen dos gatos enormes y cenicientos, con los lomos encrespados y las colas inflamadas de terror. Corren despavoridos hacia Dai y ésta se aparta de la baranda y retrocede hasta que su espalda golpea la pared. Las campanadas no cesan y revuelven el aire —que se ha hecho viento y huele a tormenta— con furia, mientras Dai se agarra el pecho para evitar que el corazón le rompa las costillas y los gatos le rozan los pies antes de volver al camino y desaparecer nuevamente.

Después, vuelve el silencio como se fue, abruptamente, y el canto de los pájaros hace que los matices verdes de las copas de los árboles brillen como enormes gotas de rocío, pero ya es demasiado tarde. Dai piensa que ha tenido suficiente por esta mañana. Son las doce del medio día y no hay nada que desee más en este momento que salir de la casa. En menos de medio minuto apaga los aparatos eléctricos, cierra la puerta del porche y sale al callejón con el corazón todavía en la garganta.

Cuando llega al campo del Príncipe, se sienta en uno de los bancos cercanos al cristo de los Favores y rebusca en su mochila, después, conecta el Mp3, enciende un cigarrillo y espera a que la música la reconforte y le devuelva el valor. Pero el aire mueve las ramas de los árboles con violencia y siembra el cielo de nubes negras y amenazantes. Dai piensa, con aprensión, que mañana tendrá que volver a ese carmen y será peor con el día teñido de gris. A su alrededor, la gente se levanta apresuradamente de su lugar en las terrazas y se refugia, entre risas, en el interior de los bares. Dai mira hacia el cielo y un goterón del tamaño de un euro estalla en su frente. Muy a su pesar, pisa el cigarrillo y emprende el regreso hacia la calle Santiago.

A medida que sube las escaleras, la tristeza se le agarra a la garganta. Ha necesitado cuatro días para comprender la gravedad de la situación y se pregunta si no será demasiado tarde para Paloma. Sus dedos trastabillan en la cerradura y la llave cae al suelo, todavía no ha conseguido recuperar el control del todo. La puerta se abre justo en el momento en que se agacha y ante sus ojos aparecen un par de pies calzados con unas sandalias de cuero completamente planas. El aire huele a fruta fresca y se tiñe de lila suave antes de que Dai consiga recuperar la verticalidad.

—Hola.

Diana abre la boca, pero no alcanza a decir nada. Su corazón vuelve a enloquecer, aunque esta vez no es el miedo lo que le corre por las venas sino otra cosa. Es la misma sensación chocante y desconocida que sintió ayer por mañana en la plaza de Bibarrambla… Clava sus ojos en el rostro de la mujer rubia de mirada envolvente, frente a ella, y siente que dos canciones diferentes se cruzan en sus oídos. Arranca los auriculares de las orejas con gesto nervioso, completamente desconcertada, e inmediatamente el lila también se le agarra al corazón de forma extraña, al ritmo del son que suena espontáneo en su pensamiento.

—Dai, esta es Angie Porter.

Ni siquiera la voz anaranjada de su madre, proveniente de algún lugar del oscuro pasillo por detrás de la mujer, es capaz de romper la armonía del conjunto. Dai se siente hechizada, transportada, y no está segura de que deba alegrarse por ello.



7 comentarios:

carmeloti dijo...

Antes de empezar a leerlo ya me pongo nerviosa, esta vez habra un antes de y un despues de, pues mi agradecimiento mas profundo...

carmeloti dijo...

Como cada capitulo lo he leido, varias veces hasta que ha sido nuevamente mio, hasta que he visto el mundo a través de los ojos de Dai, que de antemano ya sabía que no me resultaba una extraña, se como siente, como ve, cual es su percepción y la incidencia de los colores en la comprensión de su MUNDO que se siente con dibujos, y se dibuja con sentimientos. Se mimetiza en ellos para que la keperkinesis de sus neuronas no acaben con la lucidez de la que jamas hace gala...

Irlanda nuevamente adrenalina en estado puro...

Nada es lo que parece... ¿que harias tu si te sintieses realmente amenazada?...

GRACIAS PORQUE SABES MI ADICCIÓN A ESA MIMETICA QUE DISECCIONA EL MUNDO SENTIMENTAL MEDIANTE LA PROYECCION DEL COLOR.

irlandaherrero dijo...

Gracias por tu inestimable ayuda y tu apoyo, amiga.

Lola Montalvo dijo...

A Carmeloti tengo que darle la razón: lo haces muy bien, Mariluz. Escribes de una forma magnífica, haciendo que una se identifique con la muchacha, Dai. Eres la caña...!! ;))
Besos miles

irlandaherrero dijo...

Lola,
Feliz feliz de verte por fin aquí!! Ya te cuento algún día quien es la culpable de mi tardanza en contestar (sí, la que estás pensando, pero todo tiene su porqué...!!!)
Sé que me hablas desde el cariño, pero también que no sabes mentir, así que: Gracias!!!
Esto va despacito, puedes seguirlo sin problemas, y tu opinión -como la de Carmen- es primordial para mí.

Besos y abrazos!!!

(corazón de melón)

Marse Sobrino dijo...

Cuando Dai se encuentra en la casa y siente el miedo, los ruidos, la incertidumbre, lo buscado, lo pensado y lo encontrado, se me ponian los pelos de punta a mi tambien, hasta la respiracion agitada.
Hija, vaya momentos!!!!, cada vez que te leo opino lo mismo, eres genial con las letras.

irlandaherrero dijo...

Gracias, amiga mía!! ;-)