7º — ¿DESEO…?
(para Alejandra y todos mis amigos en Argentina)




—Mauri…

La realidad penetra a través de mi hombro, adherida a una mano cálida y acogedora, pero no soy capaz de abrir los ojos inmediatamente. La opresión en el pecho se niega a ceder y las imágenes oscuras siguen arrasando mi mente. Como si me encontrase justo en la línea sutil que delimita el consciente del subconsciente, puedo sentir al mundo objetivo rozando suavemente mi cuerpo en forma de sábana de satén, y el calor tibio del cuerpo desnudo de Cecilia junto al mío, pero sigo perdido entre la oscura neblina del viejo desván de mi padre.

—Vamos Mauri, despierta…

Su insistencia mueve mi voluntad y la luz proveniente de la ventana me devuelve los recuerdos inmediatos de forma paulatina. La voz de Cecilia también contribuye a ello, aunque cuando la miro la veo distinta, sentada en el borde de la cama y completamente desnuda, intentando anudar la larga melena negra a la altura de la nuca. Sus senos desbordantes oscilan al ritmo del movimiento de los brazos y se me ocurre que no tienen nada que ver con esos otros que ocupan mi pensamiento obsesivamente desde hace tres días, pequeños y apenas insinuados en el interior de una camiseta de tirantes ligera y sutil, que varía de color según la tarde que se me antoje recordar. Y me pregunto por qué se me encoje el estómago cada vez que pienso en ella, si los tres encuentros han sido exactamente iguales, breves y difusos: su perfil, amable y perfecto, pixelado por mechones de suave cabello del color de la miel que se balancean al ritmo del movimiento nervioso de sus manos sobre la mesa de mi padre… Son apenas unos instantes. Papá abre la puerta del despacho cuando ella está terminando de recoger sus papeles, y le bastan dos segundos para desarmarme por dentro con la intensidad de sus ojos azules. Creo que ni siquiera me ve, pero a mí me sobra con ese instante para zambullirme de cuerpo entero en el azul marino de sus iris. Inmediatamente después, me da la espalda y se aleja hacia la otra puerta, justo enfrente, la que da al pasillo de salida. Cuando llego al sillón que ella acaba de abandonar, el aire sigue impregnado de un aroma frutal sutil, sugerente, y tengo que hacer un enorme esfuerzo para no seguir su estela…

Esta tarde también tendré que ir a casa de mi padre. ¿Estará ella allí…?

—Tuviste otra noche de pesadillas, ¿viste…? —Cecilia me devuelve a la realidad, muy a mi pesar—. Te dije que el alcohol ayuda a los malos sueños, pero nunca me escuchas…

Su forma de arrastrar las palabras, como si mezclase gallego e italiano en una suerte de silabeo dulce, especial, hoy me suena diferente. Siempre he sospechado que el recuerdo de mi madre es lo que me atrae de Cecilia, pero esta mañana no estoy tan seguro. El mugriento desván vuelve a mi mente como lo vi esta noche, enturbiado por una bruma espesa, oscura, y esa voz que me envuelve y me arropa con su calidez profunda… Cierro los ojos y siento que me dejaré llevar por su tono suave y dulce irremediablemente, aunque una punzada en el pecho me dice que no debo hacerlo, que eso está mal…

—Levantáte! Dijiste que me ayudarías a montar el puesto, ¿lo olvidaste…?

Su voz…

—¡Te volviste a dormir…!

Gira su cuerpo hacia la derecha para mirarme directamente y el colchón vibra con brusquedad. La parte anterior de sus brazos se bambolea flácida mientras sigue en su empeño de recoger hasta el último mechón de pelo en un moño fullero y despeluchado.

—¿Me escuchas? ¿Qué piensas hacer…?

No sé muy bien por qué, pero estos recuerdos extraños, indefinidos, siguen revolviéndose en mi memoria como si la pesadilla se hubiese agarrado a mi pensamiento con garras de acero. Y lo peor es que creo que Cecilia forma parte de ellos de alguna manera.

Sus enormes ojos negros me miran con enojo, pero yo ignoro la razón del disgusto y me concentro en ese brillo especial de sus pupilas como si pretendiese, así, llegar hasta el fondo de su propia memoria. Vuelvo a rememorar las palabras que salieron anoche de su boca y pienso que esa historia suya no le pertenece, en realidad, que yo ya la conocía y también a la verdadera protagonista… Es absurdo.

—Me duele el estómago y la cabeza me da vueltas…

—Yo tampoco conseguí dormir ni media hora seguida. Tú me lo impediste con tus gemiditos y lloriqueos. Deberías solucionarlo o pasar la noche en tu apartamento cuando estés así…

Se incorpora y recoge su ropa desperdigada por el suelo con gestos bruscos, pero no consigue su objetivo de hacerme sentir culpable. Sé que no me necesita en absoluto, al contrario, piensa que soy lento colocando y que no tengo criterio a la hora de ordenar los libros. Y para montar el tenderete ya tiene a Alfredo dispuesto a ayudarla. Alfredo se bebe los vientos por ella. Hay más desnudos de Cecilia en su casa que cuadros en el Prado. Pero, por algún motivo que se me escapa, la argentina siempre acaba durmiendo en mi cama o yo en la suya. No es amor lo que nos une, sino una extraña necesidad de consolarnos mutuamente. Ella no quiere relaciones que la opriman y asegura que el amor siempre resulta oprimente. Por lo que a mí respecta tampoco me veo en la vicaría, de traje junto a ella.

Sigue mirándome de reojo mientras se viste, como esperando una reacción por mi parte que no llega. En realidad, sólo pretende sacarme de mis propios pensamientos. Intenta mantenerme distraído y es algo que le agradezco profundamente, pero hoy no lo conseguiría aunque me dejase en mitad de Chueca y fuese el día del orgullo gay.

Se cala los vaqueros apresuradamente y cubre su torso con una chilaba marroquí hasta la cintura, de color marrón, que cambió el domingo pasado a Alicia, la chica del puesto árabe, por un par de libros. Esa misma tarde salimos de cervezas y estuvimos hablando de música hasta bien entrada la madrugada…

Pero todo eso fue antes de que mi padre volviese a irrumpir en mi vida de esta forma absurda…

De espaldas, con el pelo desmadejado y ese aire descuidado de sus movimientos, parece una chiquilla de veinte años delgadita, ágil, despreocupada y un tanto infantil. Aunque en su cara son evidentes las heridas propias de una mujer de cuarenta y tantos que ha vivido con intensidad, y eso es lo que más me gusta de la argentina. Me atraen las mujeres con una vida a las espaldas. Supongo que es cuestión de gustos, nada más…

Y ese destello de sus ojos negros cargado de intención… No sé, no lo había pensado antes, pero creo que siempre adiviné un matiz enigmático en sus ojos. Puede que sea eso lo que me mantiene irremediablemente pegado a sus faldas.

Aunque, esta mañana siento que he dormido con una persona diferente y esto me desconcierta. Es algo extraño y la incertidumbre me revuelve el estómago aún más.

—Como quieras —me mira con el ceño fruncido desde los pies de la cama, completamente vestida y con los brazos olvidados a lo largo del cuerpo—, no te necesito para nada.

Yo me limito a seguirla con los ojos hasta que sale de la habitación. Después oigo el grifo del lavabo y siento la necesidad de ir al baño, pero decido ignorar la llamada de la naturaleza. No tengo fuerzas para levantarme y, además, prefiero esperar a que Cecilia salga de la casa. Me fastidia cuando se comporta conmigo como una mujercita responsable y preocupada por mis problemas. Eso no forma parte de nuestro trato y lo sabe…

Cuando por fin suena el pestillo de la puerta, doy la espalda a la ventana e intento ignorar el creciente bullicio callejero. Ya no tengo ganas de mear y estoy muy cansado. Me esfuerzo en encontrar una postura cómoda, aunque sé que no podré volver a conciliar el sueño. En el despertador de la mesilla son las ocho menos diez, pero en la calle el golpeteo de los hierros contra el asfalto aumenta en intensidad y frecuencia. Se afanan en montar los armazones de los puestos y los murmullos amodorrados se convierten en algarabía a medida que los vendedores de ahí abajo consiguen sacudirse el calor de la cama. Después, la cristalera de la cafetería de Jimeno golpea los topes incesantemente. Ha llegado la hora del desayuno en Rivera de Curtidores y viene tan temprano como en el resto de la semana, porque el domingo es día de rastro y toda la zona bulle como una olla hirviente desde el amanecer. Me gusta y estoy acostumbrado, aunque esta mañana cada roce del metal con el suelo o cada palabra subida de tono golpeen mi cráneo dolorido sin piedad.

Cuando encontré este apartamento, hace tres años, pensé que había tenido una suerte increíble. Después, Cecilia ocupó el piso de arriba y creí alcanzar el cielo con las manos. A pesar de que ya la conocía de parar en su puesto de libros cada domingo, nunca me había atrevido a establecer una relación de amistad con ella. En cierto sentido pensaba que era inalcanzable, distante, distinta, pero sus ojos se clavaban como puñales en los míos y sentía cómo se aceleraba mi pulso cada vez que sus manos rozaban las mías o me explicaba con voz suave, plagada de erres arrastradas y frases cantarinas. No era deseo sino otra cosa. Quizá sus ojos…

Su voz…

No tardamos mucho en conectar y establecer nuestro extraño pacto sin necesidad de explicaciones. Ni siquiera había pasado un mes desde su traslado cuando ya esperaba impaciente cada tarde, y abandonaba mi ordenador apresuradamente en cuanto oía la primera estrofa de Sabina o la Negra en el piso de arriba. Después, los minutos se convertían en canciones y el espacio de su habitación en una burbuja protectora que nos aislaba del tiempo pretérito y nos enajenaba del porvenir hasta la mañana siguiente. Una relación extraña entre dos desconocidos que no desean llegar a conocerse, sólo compartir el desamparo de las horas perdidas para hacerlo mas leve, menos amargo. Nunca me ha preguntado sobre mi trabajo o mi pasado, y yo sólo he sabido de ella lo que es evidente, que la argentina de la librería de abajo, la que monta el puesto cada domingo en el rastro, se obstina en vivir un presente eterno, como si huyese de sus propios recuerdos y temiese al futuro…

Hasta anoche.

Sin que ni ella pudiese esperar algo así, el rioja se le convirtió en tristeza en la garganta y le soltó la lengua. Habló y habló y me dejó con este sentimiento desconocido e inquietante.

Ahora puedo verla en la calle Corrientes a finales de los 90, buscando lo último de la literatura española con desesperación, como si ése fuese el único medio para huir de un Buenos Aires deprimido y pobre. Y entiendo por fin el rictus de tristeza en la comisura de sus labios y ese destello de fatalidad en sus ojos. Cecilia es una porteña autoexiliada en España y una madrileña desarraigada en Argentina… Yo conozco esa situación. Mi madre está hoy más presente que nunca en mi mente, con sus ojos melancólicos y grises, y sus discos de Hernán Figueroa Reyes dando vueltas eternamente en un reproductor antiguo y desfasado, pero que significaba para ella mucho más de lo que yo podría imaginar. Aquel trasto viejo era su reliquia más preciada de “allá”…

Un sentimiento contradictorio, hecho de amor y odio a la vez, me revuelve las tripas, pero creo que no es el recuerdo de mamá lo que me produce este ardor en el pecho. Estoy casi seguro de que hay algo más escondido en algún recoveco de mi memoria holgazana y desatenta, y la certeza de que es así me produce un vacío extraño en la boca del estómago…

De repente, la voz aguardentosa de Sabina me hace abrir los ojos sobresaltado, aunque también destapa mis sentidos al mundo. Cecilia ha vuelto, y en este momento deja una sarta de churros sobre la mesa, en el rincón que hace de sala de estar junto al balcón; y el café recién hecho inunda la estancia con su agradable y penetrante aroma. Consigo sentarme en la cama y advierto que no estoy tan mareado, después de todo. En el reloj son las once y media y ni siquiera recuerdo haber cerrado los ojos. Creo que he dormido sin sueños. Es una buena noticia.

—Será mejor que metas algo en el cuerpo. No tenés buena cara…

—¿Qué has hecho con el puesto…? —mis rodillas vacilan como si no estuviesen acostumbradas a soportar el peso de mi cuerpo.

—Se quedó Alfredo.

Me señala una silla junto a la mesa con el gesto torcido, mientras su voz reverbera en mi cerebro por encima de las estrofas melancólicas de Sabina.




Su mirada es huidiza esta mañana, como si lamentase lo de anoche o temiese algún comentario por mi parte. No pienso decir nada. Decido sobre la marcha que es mejor dejarlo estar por el momento y concentrarme en el desayuno, aunque la inexplicable tensión en el ambiente me resulta difícil de llevar… No creo que la cosa sea para tanto. Me cogí una curda, no es la primera ni será la última. Ella tampoco se metió en la cama fresca como una rosa…

Al menos, el café calienta mi cuerpo y me reconforta poco a poco. Me siento mejor.

—Los churros de Jimeno son los mejores de todo Madrid…

Suelto la frase de modo casual, para tantear el terreno, y la miro de reojo esperando una respuesta por su parte. Ella mantiene su aire ausente y serio, pero asiente y después habla con la boca llena.

—Anoche se nos olvidó la cena y los cogemos con ganas, no hay más.

—A Jimeno no le gustaría oír eso…

Ignora mi risita y limpia la comisura de sus labios con una servilleta de papel que vuelve a arrojar con desprecio sobre la mesa.

—Que se joda Jimeno.

No comprendo su gesto obcecado y transcendental y empiezo a impacientarme, pero hago un esfuerzo e intento reproducir mentalmente sus palabras de ayer por si encuentro en ellas la razón de su disgusto de hoy, tarea ardua teniendo en cuenta mi inoportuna intoxicación etílica justo en el momento en que Cecilia decidió abrir su corazón… Puede que sea ese el motivo de su enfado. Y ahora que lo pienso, no recuerdo como llegamos al juego de la sinceridad sin medida. En realidad, nos divertíamos comparando las costumbres de España con las de Argentina y viceversa, sin pretensiones de ninguna clase, sólo para pasar el rato, cuando Cecilia me miró repentinamente seria y encendió su cigarrillo sin pestañear…

Yo dije algo y mis palabras fueron el dedo que apretó el gatillo, resulta evidente. Pero no puedo recordar y, en realidad, ya no me apetece hacerlo. De repente siento que la bilis trepa por mi esófago y me agria el desayuno.

—¿Se puede saber qué cojones te pasa hoy?

—A mí no me pasa nada.

Su gesto amargo y esa voz cascada me revuelven el estómago.

—Si es por lo de anoche no te preocupes, apenas recuerdo nada, y tampoco creo que me revelases los secretos del vaticano.

Me mira dolida pero no me importa. Siento que es ella la culpable de mi angustia y necesito descargar mi ira sobre alguien.

—No seas gilipollas Mauri, eres tú el que no está bien.

—¿Qué quieres decir?

Al otro lado de la ventana el cielo amenaza tormenta, y algo me dice que los truenos empezarán a oírse en el interior de esta habitación.

—Mírate, pareces un despojo humano. Desde que volviste a ver a tu padre…

La alarma salta en mi pensamiento. Oír hablar de mi padre es lo último que deseo en este momento.

—No sigas por ahí.

—Mauri, tomaste una decisión hace tiempo…

—Cállate —la sangre se me sube a la cabeza por momentos.

—Te estás haciendo daño…

Siento que me arde la cara y que una fuerza extraña mueve mi voluntad.

—¡Eso no es de tu incumbencia!

Sin saber cómo, estoy de pie con las manos apoyadas sobre la mesa y el cuerpo inclinado hacia Cecilia, pero ésta apenas ha pestañeado. Me mira expectante, como si esperase algo, y no tardo mucho en darme cuenta qué es. La saliva se convierte en agua en mi boca y las convulsiones del estómago me empujan con urgencia hasta el baño. Una vez allí, descargo mi ira en el interior del inodoro entre arcadas dolorosas que intento controlar inútilmente. Cecilia pretende ayudarme a mantener el equilibrio sujetándome por detrás, pero la rechazo violentamente. Sigo culpándola de todo lo que me ocurre y me gustaría que desapareciese de mi vista y no volviese nunca más, pero ella espera hasta que se asegura de que las contracciones han cesado. Después, suspira con hastío y hace tintinear el llavero entre sus dedos.

—Deberías darte una ducha y bajar un rato. Necesitas tomar el aire.

Las bisagras oxidadas de la puerta se lamentan y el pestillo cruje con un golpe seco. Me veo a mí mismo de rodillas ante el inodoro, con la mirada perdida en el vacío, y siento que en mi pecho late el corazón de un niño aterrado y que el miedo me dejará sin aliento de un momento a otro, pero estoy solo y esa evidencia lo hace todo más difícil. Creo que siempre estuve solo. Así que, como entonces, aparto las lágrimas de mis mejillas con el dorso de las manos y busco el inhalador entre los bolsillos de mi pantalón.

En la habitación, las guitarras de Sabina cesan para ceder protagonismo al bullicio de la calle, dos pisos más abajo. De repente, siento el deseo de confundirme con el tumulto despreocupado, de diluir mi pensamiento entre conversaciones intranscendentes, cacharros de lata y olor a cuero, pero me conformo con abrir la ventana de par en par y dejar que el aire fresco inunde mis pulmones. Cecilia intuye mi presencia desde el puesto, emplazado justo bajo la ventana, y mira hacia arriba ignorando a la chica que cacarea incesantemente en su oreja mientras balancea los libros que sujeta en sus manos, como si pretendiese pagarlos en función al peso de éstos. Sus ojos negros se clavan en los míos y escarban en mi pensamiento con descaro, ignorando la distancia y la barrera hecha de hastío con la que pretendo protegerme. No puedo explicar lo que siento, pero respondo a su desafío con indiferencia a pesar de que debo aferrarme al alfeizar de la ventana para no caer extenuado. Ella parece entender y niega levemente. Después suspira y atiende resignada a la clienta indecisa. Su cabello negro me lanza destellos de plata y la sonrisa resplandeciente que ofrece a la chica araña mis entrañas. Reconozco sus movimientos enérgicos pero controlados, sus gestos de asentimiento y el rictus dulce de sus labios, que contrasta vivamente con el resto del cuerpo, fibroso y duro, y la convierte en un ser carismático, especial… Pero ninguno de estos rasgos pertenece hoy a Cecilia y la odio por ello. La argentina abrió anoche la caja de Pandora y huyó después apresuradamente dejándome solo, perdido, consternado…

Recorro la calle despacio con los ojos en un intento desesperado de volver a mi vida, a mi presente, pero presiento que el intento será inútil. Hoy me siento forastero en mi propia casa, extranjero o extraterrestre, incapaz de comprender lo que sucede a mi alrededor. De repente, todo lo que veo me parece una carnavalada estúpida y sin sentido.

A pesar de todo, busco desesperadamente entre la gente que rodea los puestos y observo con atención sus gestos, risas y guiños de complicidad. Intento descifrar el extraño sistema de signos que los induce a reír o asentir de manera automática, como si no necesitasen pensar para hacerlo, como si pudiesen prescindir del pensamiento para vivir… Ninguno de ellos parece hundido en un pozo de confusión y desasosiego, o tal vez posean la llave para mantener esa puerta de sus mentes debidamente cerrada. Si es así, yo he perdido la mía en el transcurso de esta noche…

Junto a Cecilia, una chica de pelo rubio debate alegremente con un tipo que se mantiene muy cerca de ella. Sujeta entre sus manos un libro abierto y parece leer en voz alta a su compañero. No puedo ver su cara hasta que se gira con la intención de cambiar ese volumen por otro, extiende su mano hacia el frente y siento que en realidad ha agarrado mi corazón y lo sacude como a una alfombra. Busca curiosa entre los libros colocados en la parte más alta del puesto y el azul marino intenso de sus ojos me envuelve y difumina a la gente que la rodea. La calle desaparece y el mundo pierde su consistencia, su solidez y su volumen. De repente me siento sucio, desnudo y miserable ante ella, como si el destello de sus ojos representase todo lo que jamás podré alcanzar, todo lo que no merezco. No soy más que un cretino, pero una fuerza poderosa e invisible me empuja hacia ella. Busco mi camiseta entre las sábanas arrugadas y me precipito hacia la escalera sintiendo que mis pulmones se convierten en duros bloques de hormigón, pero no importa. En este instante nada importa.




Salgo a la calle y me abro paso a codazos, apartando a la gente que rodea el puesto árabe frente al portal de la casa. Cada centímetro de asfalto se me antoja infinito y siento que mi avance es desesperadamente lento, como en esos sueños en que jamás se alcanza el destino deseado.

A solo tres metros de distancia, Cecilia sigue conversando con la misma chica de antes; junto a ellas, un hombre mayor revisa la colección de novelas históricas y, en el extremo del puesto, un par de chavales curiosea entre los cómics. El espacio que hace un instante ocupaba la rubia está vacío. Me dirijo hacia allí y siento que su aroma frutal asalta mis fosas nasales y convierte mi exaltación en rabia mal contenida. A mi alrededor, permanece el resto de la gente gris, anónima, pero ella ya no está. La desesperación nubla mi vista y me impulsa a tirar con ira del hombro de la argentina hacia mí. Ella interrumpe su charla y se gira sobresaltada. En sus ojos hay miedo y sorpresa.

—¿Dónde está?

Cecilia busca mi mirada con ansiedad.

—¿Dónde está quien…? —la sorpresa se transforma en preocupación en su rostro.

—La rubia.

Agarra con firmeza mi antebrazo y yo la rechazo con un gesto brusco.

—¿Mauri, estás bien…?

No, no lo estoy. Todo gira alrededor y la argentina desaparece de mi campo de visión poco a poco, a medida que la neblina oscura del desván la absorbe de abajo hacia arriba. Lo último que veo de ella son sus ojos cargados de aprensión y su mano derecha tendida hacia mí, pero no quiero su ayuda. No es de fiar.

5 comentarios:

carmeloti dijo...

Me lo acabo de imprimir, asi que entenderás que nuestra charla de las 2, hoy queda aplazada, porque he quedado con Mauri para comer.

Te quiero mucho amiga en la tinta de tu pluma mezclada a fuego lento con la mia...

carmeloti dijo...

Ya estoy aqui, brillate e inexorablemente embriagador domingo de resaca, cuando no es solo por la ingesta de alcohol, sino cuando es fruto de mil historias encontradas, tras "ABRIR UNA CAJA DE PANDORA"...

Bueno ya ¿sabes mi adicción?

irlandaherrero dijo...

Cuentamela tú misma, guapetona.
Mil gracias Carmen, y mil besos!!!

Marse Sobrino dijo...

¡Como me he dejado llevar por la historia!, es curioso el tramo donde recuerdas los famosos sueños que todos alguna vez hemos sentido, el salir corriendo y no poder, antes de llegar al final del párrafo ya pensé en él, excelente puesta de palabras y situaciones, menudo enganche...

irlandaherrero dijo...

Marse,
Feliz de tenerte aquí y feliz de haberte enganchado.
Un abrazo!!!