3º — DESDE LEJOS

Cuando salgo a la calle todavía es de día, aunque las agujas de mi reloj pasan de las ocho y media.

Una ráfaga de brisa fresca y sutilmente perfumada, procedente del desbordado macizo de jazmines del balcón del edificio aledaño, a mi derecha, me devuelven violentamente a la realidad.

Es primavera en Madrid. La gente camina despacio y parece feliz, aliviada por fin del peso de sus gabanes y las bajas temperaturas. Todos parecen radiantes —afanados en las compras propias de la recién estrenada temporada— mientras yo me pregunto cuanto tiempo llevo aquí, absurdamente plantado en pleno Soho, con los pies hundidos en el escalón del portal de la casa de mi padre.

No recuerdo el descenso en el ascensor ni haber intercambiado el inevitable saludo con Paco, y los ojos me escuecen al contacto con la tenue luz del atardecer como si emergiese de una cueva oscura, o como si despertase de un profundo sueño.

La vida esta tarde se me antoja distinta alrededor, triste, desabrida e insustancial… Mortalmente vacía y sin argumentos que la justifiquen.

Pero hay algo más…

Es un sentimiento antiguo y devastador que se ha abierto paso desde algún escondrijo recóndito del cerebro, horadándome los sentidos sin compasión al tiempo que me arrastra hacia otra primavera perdida en el archivo de los recuerdos, en lo más profundo del cajón de mi memoria.

No estoy seguro, pero juraría que esta extraña quemazón en el estómago fue mi compañera de juegos durante una larga temporada, aunque, ¿Cómo podría haber olvidado algo así…?

Es absurdo.

Respiro hondo y compruebo en el rostro de los demás que sigo siendo el tipo anodino e insignificante de siempre. La gente pasa a mi lado sin reparar en mi presencia, sin advertir el temblor de mis manos o el aturdimiento de mi mente, y esto me tranquiliza en gran medida. Cruzo la cinta de la cámara en bandolera sobre mis hombros y me incorporo al desfile lento sobre la acera, esquivando a los grupitos que se amontonan alrededor de los escaparates de las tiendas de moda o entrando al mercado.

El bullicio me reconforta de algún modo.

Los luminosos de los comercios se encienden e infieren un aire festivo y acogedor a la tarde, pero a medida que avanzo el peso del equipaje se me antoja insoportable, desproporcionado, como si fuese excesivo para mi talla y peso, como si no lo cargase yo sino el niño que alguna vez fui. Noto que mi respiración se vuelve entrecortada y difícil y me parece oír la voz de mamá detrás de mí: “Mauri, no olvides el inhalador…” Miro hacia atrás, sobresaltado, y una chica de ojos almendrados y labios carnosos me dedica una sonrisa procaz y lubrica una sarta de dientes blanquísimos con su lengua. Hago como que la ignoro, con toda la indiferencia de que soy capaz, pero su gesto me perturba inexplicablemente. Me arden las orejas y el sudor empapa mi espalda.

No sé lo que me está pasando.

Tiro de la cremallera de la cazadora hacia abajo y hundo las manos en los bolsillos del vaquero. Ahora el temblor es más que evidente, y también las ganas de salir de aquí cuanto antes, pero la marcha se hace más difícil por momentos. Una turba repentina en dirección a Malasaña se enfrenta a nuestro desfile lento y convierte la acera en una enrevesada prueba de obstáculos. Me siento atrapado, enredado en una maraña de sentimientos indefinidos, escurridizos, que me alejan irremediablemente del presente. Es una sensación atroz, que me repele y me oprime y, como el ratón de laboratorio en el laberinto, busco una salida a la desesperada, pero la calle parece ahora el Santiago Bernabeu en plena temporada. Los coches han detenido prácticamente su marcha y los conductores de éstos sacan las cabezas por las ventanillas, impacientes, intentando descubrir el motivo del colapso.

Yo también lo hago.

Me empino para ver por encima de la muchedumbre pero el empeño resulta inútil. Una extraña opresión aguijonea mis costillas y me impulsa a cruzar a la acera de enfrente con urgencia, aunque ni siquiera esto parece fácil. La distancia entre coche y coche es de apenas un par de palmos y, al parecer, todos los transeúntes hemos tomado la misma decisión a un tiempo… Una mujer morena, de pelo rizado y aroma sutil, me mira furibunda por encima del hombro cuando rozamos accidentalmente nuestros cuerpos en el angosto hueco.

Desde el otro lado de la calle me parece ver la razón de tanto barullo, no muy lejos de donde me encuentro. En la confluencia de Fuencarral con la calle del Barco un tumulto inesperado reclama mi interés y me hace olvidar momentáneamente la rigidez en el estómago.

Cámaras de televisión y micrófonos rodean a un grupito reducido de personas y atraen la curiosidad de los viandantes como un imán, hasta el punto de colapsar por completo la calzada. Imagino que algún famoso ha decidido pasear por el Soho en esta tarde amable de primavera, y me dejo llevar por la expectación general. Sin embargo, a medida que me acerco me doy cuenta de que los gritos no son de júbilo y la atmósfera tampoco es festiva, precisamente, alrededor de la comitiva que protege a la personalidad en cuestión, que no es otra que la presidenta de la Comunidad exhibiendo una sonrisa descarada en su rostro, intencionadamente desafiante y retadora ante los gritos de “¡Qué asco das!” o “¡Fuera, fuera!” de la concurrencia.

Un tanto decepcionado, me alejo de la masa colérica hacia Gran Vía, con toda la celeridad de que soy capaz. No me interesan demasiado las cuestiones políticas y ésta en concreto la conozco bastante bien y me parece deleznable… Sin embargo, el súbito acontecimiento ha conseguido interrumpir este extraño episodio de angustia que se ha apoderado de mi mente hace tan solo unos instantes.

Miro por encima del hombro, aliviado, cuando por fin consigo escapar de la barahúnda.

Desde lejos, el Soho me parece una ratonera, una trampa hecha de confusión y tristeza añeja, rancia, porque veo en él el Fuencarral que fue y no el que es ahora. La calle vuelve a ser peligrosa, arriesgada. Un pasaje del terror para los ojos de un niño que espera al monstruo de ojos grises, enardecidos y delirantes, en la oquedad oscura de cada portal, tras cada esquina y recoveco, o al otro lado de los escaparates, asomando sus ojos refulgentes por encima del hombro de cartón piedra de una dama sin rostro ni cabello, ataviada con un camisón sutil y traslúcido, de color lila desvaído…

El sudor se enfría en mi espalda y un escalofrío intenso recorre la espina dorsal hasta la nuca y me hace reaccionar. El semáforo está en verde y cruzo la Gran Vía deprisa, casi con urgencia, con la esperanza de encontrar en el Madrid de los Austrias la serenidad perdida.

Me gustaría pensar que todo esto ha sido una consecuencia lógica de la tensión que ha tirado de mí a lo largo de todo el día; que la evidencia del encuentro con mi padre, después de diez años de ausencia, me ha desconcertado sobremanera y ha sido la causante exclusiva de la extraña ofuscación que ha nublado mi mente a lo largo de la travesía por Fuencarral. Pero la evidencia sigue martilleándome en las sienes; y la opresión en el estómago y esta sensación, ácida y pastosa, pegada al paladar me dicen que todo esto no es más que el rabo de un recuerdo amargo asomando por debajo de la puerta de la memoria… Pero, ¿cuál? Y ¿por qué…?

No estoy seguro de querer abrir esta puerta. Quizá fuese más oportuno levantar un muro de ladrillo delante de ella…

Atravieso la calle de la Montera al ritmo acelerado de mis pensamientos, pero la respiración asmática y el peso que pende de mis hombros me obligan a ralentizar la marcha paulatinamente hasta que me detengo de manera repentina junto a la puerta de una vieja taberna cuando mi respiración se convierte en un silbido ronco. Apoyo la espalda en la pared e inclino el cuerpo hasta tocar las rodillas con las manos en un intento inconsciente de dejar hueco al aire en el interior de mis bronquios congestionados. En la acera de enfrente, a unos veinte metros de donde me encuentro, un neón verde con forma de cruz me guiña tentador y me dirijo hacia allí sin pensarlo demasiado. No puedo creer lo que estoy haciendo.

El farmacéutico me mira significativamente durante un segundo y abre con celeridad uno de los cajones de la estantería blanca, inmensa, que tiene tras él. Después me tiende un inhalador para el asma —encerrado en una cajita blanca con letras azules—, acompañado de una sonrisa, antes de que yo haya conseguido articular palabra alguna.

—Parece que este año la primavera llega con fuerza —coge mi billete de cinco y hace saltar el cajón de la registradora con un crujido seco, sin dejar de mirarme con aire de profesional asertivo—. He vendido más de diez de estos, esta tarde.

Le dirijo una mueca compungida a modo de respuesta mientras arrojo el cartón del embalaje a una papelera desmedida, a mi derecha, situada bajo un cartelón enorme con el dibujo de un monigote rojo y radiante que me dice desde su bocadillo “utilízame, por favor”. Aspiro con ansiedad del aerosol, sin apartar los ojos del monigote, con una pericia olvidada en algún rincón del tiempo…

No soy muy consciente de mis actos hasta que en la Puerta del Sol se me aflojan las piernas definitivamente y tengo que sentarme un momento y esperar a que cesen las palpitaciones.

El cielo se ha oscurecido por completo y ahora son las farolas las que alumbran la plaza y la envuelven en un halo cálido y cordial. La temperatura es agradable, ideal para pasear, y la gente deambula a mi alrededor sin rumbo fijo. De pronto, caigo en la cuenta de que hoy es viernes y pienso en Cascorro y en la taberna de Luis…; en mi habitación de Rivera de Curtidores, que ahora constituye mi hogar, y en el esfuerzo que tuve que hacer para romper el lazo que me ataba a mi padre. Esta tarde siento que pierdo irremediablemente todo lo conseguido y una extraña congoja se retuerce en mi pecho… Yo debería estar en Cascorro en este preciso instante, tomando unas cañas con Alfredo, el pintor, o hablando de “la Negra” —nuestra pasión compartida— con Cecilia, mi vecina de arriba. Pero estoy aquí sentado, aferrado al pequeño aerosol de color gris —viejo compañero de fatigas— y preguntándome el porqué de todo esto.

Es absurdo. Finalmente, el profesor Jiménez no me contó nada que yo no hubiese oído antes: una sarta incomprensible de términos médicos y una perorata interminable acerca de la eficacia real de los métodos psiquiátricos en la práctica… Le devolví la pluma intacta. Ni siquiera llegó a tocar mi bloc de notas. No entiendo qué puedo hacer yo con todos esos datos. Sólo soy un escritor sin duende, incapaz de hacer algo que no sea plasmar la vida de los demás en el papel con cierta corrección…

No parece que mi padre pretenda hablar sobre sí mismo ni sobre ningún caso determinado. No sé qué pretende, pero el pulso sigue acelerado en mis sienes y algo me dice que este maldito inhalador volverá a ser mi compañero hasta que el doctor Jiménez decida…

De repente, vuelvo a ser aquel niño de ocho años acurrucado en un rincón del desván, a ras del suelo, justo en el ángulo en que el respiradero me dejaba oír las conversaciones de papá en su despacho de seis a siete, después de la merienda, aún con el regusto almibarado de la mantequilla con miel en la boca… Y la angustia me araña la garganta sin saber muy bien por qué. No tengo recuerdos concretos de aquella primavera. Sólo me queda esta recién recuperada ansiedad y la certeza de que vuelvo a enfrentarme a los monstruos de mi niñez…

Respiro profundamente un par de veces y guardo el inhalador en el bolsillo trasero de mi vaquero antes de erguirme y comprobar que las piernas vuelven a soportar el peso de mi cuerpo con firmeza. Este es un protocolo tan olvidado que ni siquiera era consciente de haberlo usado alguna vez, pero ahí estaba, agazapado junto a ese recuerdo que no consigo definir…

Un par de críos pelea por un balón de cuero demasiado gastado, de color indefinido. El tira y afloja se convierte rápidamente en una violenta reyerta cargada de palabras soeces y empujones. Están tan enajenados, tan enfrascados en el combate, que parecen haber perdido la consciencia del resto del mundo. Se acercan peligrosamente a mi cámara —que reposa tranquila en un extremo del banco— entre coces y exabruptos, y decido que ha llegado la hora de volver a casa.

Deseo volver a mi rutina y a mi vida, al menos durante el fin de semana. Sé que necesito pensar en todo esto, sobre todo, porque no se me ocurre qué puedo ofrecer a mi padre si sigue limitándose a mostrarme su catálogo de enfermos. Pero también necesito verlo todo con cierta perspectiva e identificar los extraños sentimientos que ahora me embargan…

Reemprendo el regreso con paso decidido y dispuesto a recuperar la sensatez, aunque en Tirso de Molina algunos puestos de flores siguen abiertos y el aroma a jazmín se obstina en devolverme al principio de la calle Fuencarral… Aprieto el paso, enojado, y miro mi reloj de pulsera. Las nueve en punto. Esta es la mejor hora para encontrar a Alfredo dispuesto a comentar su última obra mientras da cuenta de la cena en el mostrador de la taberna de Luis…

Y minutos después, desde lejos, distingo su manoteo en el interior del bar mientras perfila en el aire perspectivas y paisajes dedicados a su interlocutora, Cecilia, que finge entender lo que le explica, aunque, lo que realmente le interesa es su ración de caracoles picantes y su tubo de cerveza helada…

Desde lejos adivino que mi angustia termina aquí, y emprendo la marcha hacia ellos con paso renovado.

7 comentarios:

carmeloti dijo...

Mauri hoy no estaba muy alentador, se movia en un mar de inseguridades y dudas, de un viernes desequilibrado, sin brujula y sin norte, y aun con un largo fin de semana para pensar...
Casualmente nos encontramos en la misma situacion en el mismo dia de la semana...

GLORIA ZÚÑIGA dijo...

Hola paisana¡Me he abierto una cuenta en google para seguirte porque me encanta como escribes.BESOS

Irlanda Herrero dijo...

Gloria, gracias guapísima. Yo también voy a seguir tu blog. De granadina a granadina. Me encanta!!!
Un montón de besos!!

Irlanda Herrero dijo...

Carmen, llego tarde, ya hablamos de esto. Pero besos!!!

Irlanda Herrero dijo...

Por favor, perdonad las dos mi tardanza en contestar. Problemas técnicos (vamos, que yo soy la técnica y no me entero, jeje), pero todo está solucionado.
Abrazos!!

Marse Sobrino dijo...

Hay que caray, cuantas veces nos hemos visto asi en un lugar cualquiera y en un momento cualquiera, muy buena descripcion de dichos momentos, sigo...sigo...un abrazo

irlandaherrero dijo...

Mil besos, Mª Jose!!