CAPÍTULO 14 — LA BÚSQUEDA




Sus ojos, sólo sus ojos teñidos de azul profundo son capaces de succionarle la voluntad y convertirlo en un títere a merced de sus caprichos...

Bueno, sus ojos y ese aire desvalido que no acaba de abandonarla ni en los momentos más felices. Aunque, esta vez quizá deba añadir un deje de decepción al añil de su mirada la mañana del lunes, cuando se despidió de él rozándole apenas los labios. Ese gesto desdeñoso no es propio de Angie y, poco antes, a Mikel le pareció casi cómica la forma que tuvo de evidenciar que pensaba continuar con lo que él considera una extraña pataleta de detective principiante, abriendo el neceser con furia y arrojando literalmente a su interior todos los objetos apostados en los estantes del armarito del baño, incluido el bote de aspirinas...


De acuerdo, es consciente de que Angie no esperaba un rechazo tan contundente por su parte frente a este caso, aparentemente sencillo y hasta banal, y no le cuesta demasiado ponerse en su lugar. Pero, precisamente por eso, Mikel no puede entender el extravagante sentimiento de urgencia que parece haber poseído a la chica en tan solo un fin de semana, y desde el primer momento se sintió atrapado entre sus propios principios profesionales y el afán repentino de Angie por este asunto que, aún ahora, sigue pareciéndole falto de interés.

De todas formas, esta mañana piensa que se sobrepasó, que su reacción fue visceral, excesiva y de fatales consecuencias para su relación con Angie, tal vez. En realidad, no le habría costado nada acompañarla a Granada y ayudarla a superar lo que él piensa que será, sin duda, el primer fiasco profesional de la chica. Hace prácticamente dos meses que se mantienen desocupados, y estarían completamente inactivos si no fuese por la eminente edición de la primera, y recién terminada, novela escrita por ambos en colaboración. Ahora lamenta no haber recapacitado un poco más. A juzgar por su voz al teléfono hace sólo un par de horas, se diría que el enfado de ella ha aumentado paulatinamente en la medida en que haya tenido la oportunidad de reflexionar sobre el tema. Y es lógico, no le queda más remedio que reconocerlo. Él perdió el autocontrol y también la memoria. Ahora, chasquea la lengua contrariado y hace crujir las falanges de sus dedos de manera encadenada, mientras vuelve una y otra vez al repliegue de su mente en donde permanece Angie furibunda, obstinada, arrastrando la maleta sin piedad a través del pasillo oscuro. A la retahíla de incongruencias ocurridas durante el último fin de semana, piensa, sólo cabía añadir ese estúpido olvido...

Todavía resuena la voz dura y resabiada de Angie en los oídos de Mikel, aún más al recordarla, si la compara con el ambiente agradable y lúdico que parecía rodearla a las diez de la mañana en algún lugar de la ciudad andaluza. El escritor tuvo que suponer por su cuenta que se encontraba en alguna cafetería desayunando, porque no consiguió ni una frase amable por parte de Angie. Él la había llamado para reparar su desaire de alguna forma y se había encontrado con una desagradable sorpresa...

—Mikel, no recuerdo haberte dicho en ningún momento que podías usar mi teléfono como escaparate...

—No hice eso, Angie. Estuve sin línea casi dos semanas, ¿lo has olvidado? Se supone que somos socios...

—Estoy trabajando sola en esto por tu culpa. Tal vez, y digo tal vez —remachó con ironía—, si los padres de la desaparecida se hubiesen puesto en contacto contigo en primera instancia, en lugar de buscarme a mí, no te habrías sentido golpeado en tu orgullo profesional y ahora estarías buscando el paradero de Paloma Ruiz junto a tu compañera, como viene siendo habitual, ¿no te parece...?

No supo qué contestar. Todavía ahora no está seguro de la respuesta. Es cierto que olvidó decirle que había usado su teléfono durante unas semanas el pasado invierno, pero tampoco creyó que fuera tan importante. En cuanto al orgullo profesional, él no lo había pensado de ese modo en ningún momento, ¿o tal vez sí...?

De repente, se siente mezquino y la sensación es demasiado desagradable. No piensa sinceramente que la prepotencia y la vanidad formen parte de su carácter. Aunque tal vez haya podido parecer arrogante durante los últimos días, eso no lo puede negar. Sus razones para no viajar a Granada han sido vagas, imprecisas, basadas en un presentimiento indefinido, más bien una excusa para ocultar su extraña confusión ante el asunto.





Mikel suspira angustiado y aparta los ojos de los reflejos dorados que la melena rubia, cuidadosamente descuidada, de la secretaria de Jiménez le lanza desde el otro lado de la mesa de recepción, no sin antes buscar su mirada una vez más. La chica le dedica una sonrisita cómplice y Mikel responde con un guiño y mira por la ventana, intentando disimular su turbación. Ojea después su reloj de pulsera distraídamente, mientras ese pensamiento compulsivo que lo ocupa cada vez que entra en el despacho del profesor se apodera de él nuevamente. La semejanza del físico de esa chica con el de Angie es abrumadora y, curiosamente, ninguna de las dos evidencia nunca advertirlo, al menos conscientemente, pero a Mikel le parece un alarde de la naturaleza cada vez que las dos mujeres se enfrentan en torno a la mesa que hoy parece desangelada, desierta frente a él y no sólo por el hecho de que Angie —la única razón de sus visitas a la consulta hasta ahora— no ocupe la silla más próxima al ordenador, como siempre, sino por otra cuestión de composición mucho más simple, aunque el escritor no alcance a recordar qué es lo que falta exactamente al conjunto que ocupa su campo de visión. El monitor del ordenador luce como siempre, a dos palmos de los índigos ojos de la joven, clavados éstos en un bloc de espiral, objeto eterno, al parecer, de sus desvelos. Y la taza de té humea muy cerca de su mano derecha...

¿Hay algo más, habitualmente, sobre esa mesa...?

—¿Le ocurre algo, señor Aróstegui...?

Mikel se sorprende a sí mismo respingando intimidado sobre el asiento. Sin darse cuenta ha vuelto a clavar los ojos en el rostro de la secretaria, quizá porque su subconsciente sigue empecinado en encontrar una razón plausible para demostrar el hecho sorprendente de que dos personas completamente ajenas, genéticamente hablando, compartan sus rasgos hasta el punto de que podrían parecer la misma si no fuese por la barrera insalvable de la edad, máxime teniendo en cuenta que Angie ya comparte esta característica con su propia hermana gemela. Y el hecho añadido de que cada una de las tres posee un rostro fuera de lo común, en el cual destaca la intensidad azul de los ojos y los hoyuelos de las mejillas, que acotan sus sonrisas y las enternecen...

—Nada —consigue decir tras unos segundos— ¿Sabes si tardará mucho el profesor...? Tengo un poco de prisa...

Mira el reloj de pulsera, avergonzado de sus pensamientos estúpidos, y comprueba que las palabras que improvisa concuerdan cabalmente con la verdad. Son las doce y media del mediodía y aún no ha hecho ni la mitad de las visitas que pretendía para el día de hoy. Sigue buscando un caso interesante en el que trabajar, aunque ahora se pregunta si no debería, honradamente, coger el primer vuelo a Granada y ayudar a Angie en su tarea...

Por otra parte, no entiende qué puede querer Jiménez de él y la cuestión le inquieta. La posibilidad de hablar de Angie a sus espaldas le parece atrayente e inadecuada a la vez. Tiene tantas preguntas de difícil respuesta a propósito de su chica...

—No se preocupe, en seguida estará con usted. Le surgió una urgencia con uno de sus pacientes, pero no le llevará mucho tiempo solventar el problema.

—¿Te importa informarle de que llevo más de diez minutos esperando...?

Mikel insiste, y contempla perplejo cómo la chica resopla con fastidio mal disimulado y empuja su sillón de ruedas asiéndose con las manos al borde de la mesa para aumentar su impulso, como si la silla fuese un pesado banco de mármol arrancado del parque más cercano. El gesto le resulta extraño. Mikel está acostumbrado a la sala de espera de esta consulta y le consta que no es nada habitual, pero le bastan unos segundos para comprender. El interfono enorme que ocupaba el lateral derecho de la mesa la última vez ha desaparecido, y la chica tiene que levantarse y llamar directamente a la puerta. Aunque, es evidente que el aparente esfuerzo de la secretaria no se corresponde con la dificultad real de la tarea, y a Mikel se le ocurre que debe haber otra razón más poderosa que explique el abanico de frunces en la frente de la joven, y también la mueca dolorosa de su rostro, como si se dispusiese a recibir un castigo anunciado...

De todas formas, si es así, la secretaria no tiene tiempo de cometer ninguna falta merecedora de castigo y el escritor se queda con las ganas de alimentar su desmesurada curiosidad. La puerta del despacho del profesor Jiménez se abre cuando la joven apenas ha conseguido despegar el trasero de su asiento, y Mikel se olvida automáticamente de la chica y su proceder anómalo, para centrar la atención en el insigne Mauricio Jiménez, que hoy le parece distinto al primer golpe de vista. No está seguro, aparentemente su aspecto es el de siempre, pero la perfección de su traje color tabaco no está coronada por el ajuste inmejorable de la corbata, hoy ligeramente ladeada hacia la derecha como si hubiese necesitado aflojarla a lo largo de la mañana para coger aire. Y las bolsas inferiores de sus ojos aparecen subrayadas de escarlata...

—Siento haberte hecho esperar, Mikel —sus labios ensayan una sonrisa distorsionada—, pero, como te dije esta mañana, tengo que hablar contigo de algo importante.

El escritor tiene tiempo de ver por encima del hombro de Jiménez cómo un tipo bajito y rechoncho, de cara oronda y papada vacilante, se ajusta una gorra oscura, de pana, y desaparece con gesto compungido tras la puerta de salida del despacho del profesor, a unos cuatro metros por detrás del mismo y en dirección contraria al propio Mikel. Después, el escritor se incorpora apresuradamente con una sensación peculiar de alerta procedente de lo más profundo de su ser. Es como si tuviese una espina clavada en la boca del estómago y no es la primera vez que le ocurre. Conoce la señal. Sintió algo parecido justo en el momento en que cogió el auricular del teléfono en su antigua oficina de la biblioteca Nacional, el día más amargo de toda su vida. No tenía motivos para sospechar entonces la naturaleza funesta de la noticia que aquella voz desconocida e impersonal estaba a punto de darle, pero el caso es que no le sorprendió saber que Blanca, su mujer, acababa de morir en un accidente de tráfico... O la tarde en que Angie decidió contarle su extraña condición de vidente fortuita como si se tratase del secreto más atroz guardado en la historia de la humanidad y, sobre todo, un obstáculo infranqueable entre los dos...

Ahora, no se imagina qué suerte de mal augurio puede reservarle Jiménez, pero es consciente de que entre ellos dos sólo existe un nexo de unión, y que este vínculo tiene nombre y apellido: Angie Porter. A pesar de que ha hablado con ella hace escasas horas y de que le consta que está bien, respira hondo y salva la distancia entre el asiento de vinilo de la sala de espera y el despacho del profesor de tres zancadas escasas. La impaciencia se le ha convertido en urgencia de repente. Él sabe que Angie estuvo aquí hace un par de días preocupada por su “repentina percepción de la realidad”, según sus propias palabras, y que volvió a casa un tanto desalentada y muy poco comunicativa con respecto a su conversación con el profesor. Ahora se le antoja que la preocupación de Jiménez debe estar relacionada con el asunto de Granada por necesidad, aunque de la llamada de éste, casi en plena madrugada, el escritor no fue capaz de sacar ninguna conclusión sobre sus intenciones. Las siete de la mañana es una hora intempestiva, sobre todo para un trasnochador empedernido como Mikel, acostumbrado a aprovechar el silencio de la noche en beneficio de su propia concentración a la hora de trabajar. O sea, que no estaba muy receptivo cuando descolgó el auricular. Tampoco Jiménez fue demasiado explícito. Descargó un par de frases con su voz profunda, sin apenas saludar, y se despidió con un “por favor no faltes a la cita”. Entre el saludo y la despedida a Mikel le pareció que, ¿requería sus servicios...? No está seguro...

La puerta se cierra tras él en cuanto penetra en el despacho, más laboratorio de alquimista o antro de brujo que sala de consulta profesional y aséptica, según el punto de vista del escritor, que siente una extraña congoja cada vez que atraviesa el umbral del gabinete del insigne escudriñador de cerebros. Sabe que su reacción resulta infantil y desproporcionada, pero no la puede evitar. Su aversión hacia esta rama de la medicina es instintiva, como un mecanismo de autodefensa desde que tuvo la desgracia de comprobar el efecto dudosamente reparador de los fármacos psiquiátricos, al menos en lo que a Blanca, su difunta esposa, se refiere. Todavía despierta, a veces, en mitad de la noche seguro de haberla oído trajinar en el baño, buscando los analgésicos para la migraña o vomitando la cena, a pesar de haber tomado todas la precauciones imaginables para evitarlo. Los dolores de cabeza y las nauseas, efectos secundarios de la medicación, se le hicieron crónicos sin apenas haber conseguido que la ansiedad retrocediese un ápice sino, tal vez, sólo una leve modificación de los síntomas. Después de meses de tratamiento, los episodios de ansiedad disminuyeron en intensidad, es cierto, pero fueron sustituidos por aquellas extrañas ausencias mentales, como paréntesis imprevistos, que la dejaban colgada en las situaciones menos susceptibles de tal eventualidad. Mikel recuerda que el informe de atestados indicaba la posibilidad de que se hubiese quedado dormida conduciendo, como causa más probable del accidente, pero a menudo se pregunta si no fue una de esas ausencias, en realidad, lo que la llevó a la muerte...

Angie no sufre ningún trastorno mental o nervioso, al menos desde el punto de vista del profesor Jiménez que, desde luego, tampoco es un psiquiatra al uso. Por lo que Mikel sabe, el doctor Jiménez dejó de ejercer como tal hace años para dedicar todo su tiempo a lo que denomina “fenómenos desconocidos inherentes a la mente humana”. Sólo de vez en cuando se ocupa del problema mental de algún amigo como favor especial, aunque resulte increíble un gesto de estas características proveniente del temperamento frío y calculadoramente científico de don Mauricio...

Y fue precisamente así como llegó Ángela Porter hasta su consulta. Era la esposa del amigo del hijo de un colega ya desaparecido, y aceptó su caso porque le pareció fuera de lo común desde la primera descripción recibida sobre el mismo, vía telefónica. Los trastornos de ansiedad suelen afectar todas las vertientes psíquicas del individuo, incluida la de los sueños, pero los de Angie no parecían sueños sino premoniciones, y Jiménez decidió dejarse llevar por su instinto.

Mikel traga saliva y se agarra con fuerza a los brazos mullidos de uno de los dos sillones orejeros destinados a los pacientes, y situados justo enfrente del que está a punto de ocupar el propio Jiménez, al otro lado de la enorme mesa cuadrada. Toma asiento, intentando imitar el gesto tranquilo del profesor, y exhala un suspiro profundo. Se acomoda y carraspea procurando ignorar el —no demasiado lejano y ahora súbito— recuerdo de una Angie destrozada por fuera y por dentro mientras ocupaba, también ella, el sillón de su izquierda una tarde de finales de verano con un gesto de total abandono como si la vida, o mejor su propia vida, hubiese dejado de importarle. Y de algún modo había sido así aún sin ella saberlo, desde la noche en que aquel psicópata miserable decidió convertirla en mártir de una disparatada causa y utilizarla para aumentar el grueso de su particular palmarés de víctimas rubias de ojos azules vilmente torturadas hasta la muerte. Nada hizo pensar, al principio, que su psique resultaría perjudicada por aquel incidente, al contrario, su recuperación en el hospital fue rápida y exenta de sueños funestos. Sin embargo, las pesadillas se apoderaron de ella meses después. De manera sutil y esporádica primero, pero con una fuerza devastadora después de dos largos meses de miedos e insomnios constreñidos. De repente, el escritor recuerda su propio sentimiento de culpabilidad en aquella ocasión, y lo convencido que estuvo de que había sido su propia torpeza, e inexperiencia profesional, la causa de que Angie hubiese sufrido aquel grave percance que casi cegó vida. Y, por asociación de conceptos, se le ocurre que puede estar equivocado también ahora, que es posible que haya vuelto a abandonar a Angie ante un peligro similar al de hace dos años, o quien sabe si aún peor...

—¿Te ocurre algo...?

El profesor Jiménez alarga su cuello de pavo real por encima del desierto pulido y brillante de madera noble, que refleja fielmente el mentón desafiante y ese gesto pueril de sus labios gruesos, y Mikel siente que enfrentarse a su rostro severo es lo último que necesita en un día como el de hoy. De repente le parece que no debería perder ni un segundo más antes de volver a su coche y dirigirse al aeropuerto.

—Estoy preocupado desde tu llamada de esta mañana —se sorprende al escuchar su propia voz pero sigue hablando deprisa, como si él mismo necesitase conocer el final de la frase—. Dime, ¿qué le ocurre a Angie?

—No te entiendo...

Jiménez lo mira desconcertado. Entrelaza los dedos de sus manos con estudiada parsimonia y sus labios se contorsionan de manera extraña para ensayar un gesto que recuerda vagamente una sonrisa. Mikel piensa con tristeza que el hombre que tiene delante ha perdido la capacidad de actuar con espontaneidad y siente compasión por él.

—¿No vas a hablarme de Angie...?

El profesor niega en silencio mientras busca sus gafas con torpeza en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Como te dije esta mañana, necesito tu ayuda —alarga su mano derecha hasta el extremo de la mesa y tira de uno de los cajones de ésta, no sin cierta dificultad. Parece repentinamente envarado. La madera cruje en sus guías y suena a gemido—. Se trata de mi hijo —continúa, mientras los labios se le distorsionan en una mueca de contrariedad y sus dedos agarran un objeto grande y pesado en el interior del cajón...

El escritor mira estupefacto el grueso portafolios de color amarillo que el profesor deja caer con un golpe seco en el centro de la mesa. Ni siquiera era consciente de que Jiménez tuviera familia directa, así que se siente desconcertado, súbitamente fuera de contexto.

—¿Quieres que busque a tu hijo...?

—Quiero que me ayudes a encontrar a mi cuñada antes de que lo haga mi hijo.

—¿Has hablado de esto con Angie...?

Vuelve a negar en silencio y empuja el grueso de los folios hacia el detective, después, abre la carpeta al azar y suspira antes de hablar.

—Nada ha salido como yo esperaba, y los acontecimientos se han precipitado después de la marcha de Ángela...

Mikel espera con los ojos clavados en el rostro de su interlocutor, pero éste, muy lejos de continuar con su exposición, parece sellar los labios definitivamente para perderse en sus propios pensamientos. Entonces, el escritor dirige los ojos hacia los papeles y mira sin atreverse a tocar. Lo que lee le parece incongruente, desconcertante... Está escrito por una mano inexperta, de niño, y en cualquier caso, le parece un texto que no encaja en ningún informe que no sea de tipo psicológico. No entiende lo que se espera de él y vuelve a mirar a Jiménez.

—¿Qué se supone que debo hacer con esto...?

—Esa es la vida de mi hijo —el profesor señala el portafolios con un índice trémulo—. Durante años he anotado sus gestos, sus reacciones, sus ausencias... Cualquier detalle que pudiese ayudarme a rescatarlo del empecinado ostracismo en el que ha vivido prácticamente su juventud entera, pero todos mis esfuerzos han sido inútiles. A medida que crecía se fue apartando de mí paulatinamente hasta que consiguió desaparecer de mi vida por completo. Y todo empezó el día en que mi cuñada entró en casa por primera vez...

Interrumpe su discurso para tragar saliva, y a Mikel le parece que contiene las lágrimas a duras penas. Por su parte, ni siquiera se atreve a respirar.

—Cuando entró en la universidad, estuve casi seguro de que mi hijo, por fin, había conseguido liberarse del hechizo de Claudia —Jiménez habla en voz baja, para sí mismo, como si estuviese acostumbrado a este monólogo interior—. No pude hacer de él un buen psiquiatra, como hubiese sido mi deseo, pero ha conseguido escribir la biografía de tres insignes representantes de la ciencia en España, y te puedo asegurar que ha hecho un buen trabajo. Así que pensé que había llegado el momento de hablar cara a cara con Mauri y enfrentar de una vez por todas sus fantasmas —suspira y mira un instante a Mikel, antes de continuar—. Sin embargo, yo estaba equivocado. Su mejoría era pura fachada —busca la pipa en el bolsillo lateral de la chaqueta y la oprime con fuerza en su puño derecho—. Ha bastado una fotografía, una simple fotografía, para reavivar el fuego de su memoria y hacerlo volver
al punto en que tuvimos que dejarlo...

Señala hacia el extremo izquierdo de la mesa con la boquilla de la pipa y obliga a Mikel con ese gesto a reparar en un portarretratos de plata tallada situado casi en el borde del tablero, junto al interfono extrañamente desparejado. El escritor alarga la mano con timidez y observa la foto ante la mirada vigilante de Jiménez. Una chica joven y atractiva lo mira con la espalda apoyada en el tronco de un gran árbol, mientras acaricia la cabeza de un chiquillo que sonríe abrazado a su muslo izquierdo. Devuelve el portarretratos a su rincón y suspira consternado...

Fantasmas, hechizos... Mikel no entiende nada, pero se le antoja que ha dejado de pinchar en hueso. El instinto le dice que acaba de encontrar lo que buscaba. Tan cerca y de una forma tan inesperada, justo en el momento en que Angie se ha marchado... De repente lo asalta la duda. No está seguro de poder hacer esto solo y se le hace extraña, mejor inhóspita, la situación entre ambos. Por primera vez en estos días le parece entender completamente a Angie. Es absurdo que trabajen separados porque no son nada el uno sin el otro.

Jiménez lo mira con la súplica aún pintada en el rostro, y Mikel quisiera pronunciar una frase de aliento pero no se le ocurre nada oportuno, abre su boca en un gesto vano porque se siente incapaz de asimilar esta nueva versión del —ahora sabe que falso— hombre de acero.

El profesor parece entender y suspira vacilante. Parece desalentado...

—Deberíamos comer juntos, así podríamos hablar tranquilamente del asunto —mira fijamente a Mikel e intenta ver algo de luz en su rostro atribulado—. Necesito encontrar a esa mujer cuanto antes...

El escritor baja la mirada e intenta hacer una correcta composición de lo expuesto por el profesor en su cerebro. No es fácil porque don Mauricio lo intimida y ha sido todo demasiado inesperado... A pesar de todo, traga saliva y enfrenta su mirada.

—Supongo que conoces nuestra condición a la hora de trabajar...

—¿A qué te refieres...?

—Trabajaremos en la búsqueda sólo si tenemos carta libre para escribir sobre la misma...

—Hablaremos de ello mientras comemos.

Mikel sopesa las palabras del profesor y lamenta profundamente la ausencia de su compañera. Después, se toma su tiempo para desmenuzar el texto que aparece ante él, escrito con trazos jóvenes, inmaduros, pero cargado de la sabiduría longeva que perdura en la memoria colectiva del ser humano...

“Podéis quererla u odiarla, hacerla objeto de veneración o víctima del peor de los desprecios. Podéis protegerla, vilipendiarla, honrarla o mancillarla; maldecirla, añorarla, condenarla o idolatrarla. Podéis dar vuestro último aliento por defender la de los demás, o fingir que la propia no os importa en absoluto. Pero, finalmente, nada podrá cambiarla. La vida seguirá siendo una trampa mortal de necesidad. Nada más.”






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6 comentarios:

Marse Sobrino dijo...

El reloj de piedra suspendido..., el telefono desconectado..., sobre mi mesa un portatil reflejando unos personajes... mis queridos Mickel y Angie, aquel despacho medio abstracto medio surrealista que tan solo tu podias reflejar asi y tan solo yo podia ver asi, una lectura, varias lecturas, y como siempre esperando ese continuará, y como siempre mi querida Mali, fascinada por tus palabras, no cambies nunca esa forma de expresar tu mente.

Gissel Escudero dijo...

Me alegra que hayas vuelto, amiga :-)

carmeloti dijo...

Espejo...

No me puedes hacer esto, pones un capítulo nuevo, entras despacito en mi sentidos, empiezo a respirar con Angie, a sentir la tensión nerviosa de Mikel, a sentirme entristecida por Mauri...y cuando llego al NADA MAS. Me dejas desvalida, me dejas sedienta y con la adicción de una letrómana espero lo siguiente.

No es presión es que necesito saber de Angie, de Dai, de la tia Claudia...

Sin más sabes lo que siento y no lo digo aqui por pudor.

irlandaherrero dijo...

Besos, chicas!!!
Intentaré que el "continuará" no se prolongue demasiado esta vez...

Ana S. dijo...

Hola Mari Luz me alegra mucho encontrarte de nuevo en el mundo virtual. Ya ves yo que tanto renegaba de los blogs y ahora tengo dos.Nos seguimos "viendo" por las esferas de la red.Besines y más besines

Anna Genovés dijo...

Irlanada,

Me gusta tu tempo literario, te seguiré.

Ya que somos partícipes de la plataforma y revista literarias, nos ayudaremos entre nosotros.

Besos, Ann@

Te invito a que visites mi blog

http://annagenoves2012.blogspot.com.es/