12 — EL ESPEJO




Cada vez que un coche atraviesa la calle Santiago, las luces se enfrentan a las sombras y trazan en el techo una diagonal perfecta compuesta de curvas y rectas veloces, sinuosas. Dai las estudia atentamente y busca en ellas la razón matemática del tiempo en relación con el espacio, un pasatiempo olvidado de la niñez cuyo sentido es obvio sólo para ella, como tantos otros conceptos inherentes a su propia personalidad que ha ido relegando a golpes de realidad despiadada y obtusa.

A medida que su cuerpo crecía, a lo largo de la infancia, sentía que el espíritu se le constreñía prisionero en un cubículo diminuto y asfixiante, plagado de normas necias que limitaban su ser y lo convertían en algo precario, desnudo de todos los alicientes vitales que salpican el universo. Pero aprendió la mejor forma, la única, para sobrevivir en un medio tan hostil: existir hacia adentro. Comprendió que debería comportarse al estilo de los demás, al menos en apariencia, y acatar los gestos de desaprobación y reproche, aún sin entender la razón de éstos. Que tendría que considerar su propia identidad como una enfermedad peculiar y exclusiva, y asumir que jamás encontraría a nadie afín a ella porque nació exenta de la cordura necesaria para afrontar la vida con sentido común…

Aunque esta noche todo parece diferente.

De repente se ha visto reflejada en un espejo y el destello de la imagen recibida la ha deslumbrado hasta el punto de dejarla incapacitada para reaccionar.

Ni siquiera sabe como sentirse. Las impresiones extravagantes de los últimos días, los flashes inconexos y desconcertantes han tomado forma inesperadamente y la han reconciliado de alguna forma consigo misma, con esa faceta peculiar de su personalidad anómala e incompresible a los ojos del resto del mundo.

Aunque todo es demasiado ambiguo, como las luces y las sombras de la noche solitaria que es su vida. Ha dilucidado su personalidad fuera de sí, en otro cuerpo, en otra vida encerrada en un ente independiente, ajeno a ella y capacitado de pensamiento y movimiento autónomos. Y esto es algo que no se había atrevido a imaginar ni en sus mejores sueños…

Pero, ¿debe alegrarse por ello…?

Por ahora, en esta noche de vigilia, sólo es capaz de sentirse culpable. Desde el instante en que se enfrentó a esa mujer, Paloma quedó incomprensiblemente relegada a un rinconcito oscuro y triste de su corazón. No es que la haya olvidado, claro que no, pero la fascinación la domina y supera cualquier otro sentimiento sin que pueda remediarlo. Por eso, piensa, se esfuerza en reproducir mentalmente el día extravagante que el destino le ha deparado. Pretende hallar así la trampa, el subterfugio oculto con que su propia mente intenta evadir la realidad… La clave necesaria para descubrir el error en sus razonamientos.

Pero a estas alturas de la madrugada se siente a la deriva, zarandeada por el oleaje que producen en su pensamiento las cavilaciones embravecidas por el desconcierto. Tiene la sensación de que ha perdido el norte y no existe en el mundo brújula capaz de ayudarla a recuperar el rumbo.

En la calle, el ronroneo de los motores rompe paulatinamente el silencio de la noche, aunque el cielo sigue negro, sin estrellas ni indicios de la llegada del alba. Dai se sienta en la cama y mira el reloj de la mesilla. Son las seis y media y no recuerda haber cerrado los ojos en ningún momento a lo largo de toda la noche. Pero no está cansada, al contrario, la impaciencia se le ha agarrado al estómago y ya no es capaz de permanecer tumbada ni un minuto más. Se incorpora despacio y mira a su alrededor. El silencio es casi absoluto, apenas profanado por el leve y esporádico crujido de la madera de los muebles. Dai permanece inmóvil, escuchando atentamente, y cae en la cuenta de que no se le ha ocurrido ni una sola vez recurrir al consuelo de los auriculares, como hace siempre que la soledad o el insomnio se le agarran a las entrañas. Esta noche, el murmullo del aire le parece sugerente, novedoso y estimulante por sí mismo.

Estira sus miembros lentamente, con movimientos perezosos, mientras un profundo bostezo le advierte que su cuerpo intentará cobrarse el sueño pendiente en algún momento del día. Se propone aprovechar la hora de la siesta para ese menester y se deja conducir inconscientemente por sus pies a través de la habitación en penumbra. Cruza hacia el otro lado del biombo, despacio, y evita a conciencia mirar hacia la cama de su hermana. Cada día que pasa, su ausencia le araña el estómago con mayor virulencia. Sabe que el tiempo es su peor enemigo y algo le dice que en el Carmen de los Sueños encontrará la pista que la llevará hacia su paradero. No olvida que tiene una tarea por concluir en aquel lugar frío y desangelado, y lo haría en este preciso instante si no le aterrase la oscuridad imperante. Chasquea la lengua, contrariada, y empuja la puerta de la terraza. Irá a santa Catalina en cuanto el día despunte, piensa, y calcula que no tardará mucho en hacerlo.

Sale al exterior y deja que el aire fresco de la madrugada le inunde los pulmones poco a poco, al compás de su respiración pausada y profunda. Frente a ella, dos hamacas de playa la invitan a contemplar las primeras luces de otro día gris, tormentoso y augur de lluvias y vientos. Después de un instante de duda, ocupa la tumbona de Paloma y un leve tufillo a colonia fresca se desprende del cojín del respaldo y le inunda los sentidos. La angustia vuelve a oprimir su esófago. Aparta la espalda del cojín a cuadros, como si sintiese que con su cuerpo profana algún objeto sagrado, y contempla el bosque de tejados, en su mayoría viejos y maltrechos, frente a ella. Desde el borde de la baranda de la terraza, construida con tejas al más puro estilo andaluz, las casas vecinas le parecen gigantes atentos, testigos mudos de las conversaciones cómplices, a media voz, entre Paloma y ella hasta hace pocos días… Vuelve a pensar que no puede permitirse el lujo de perder ni un solo minuto, sobre todo porque ahora no le queda la menor duda de que su hermana está viva. Esa mujer ha conseguido insuflarle el sentimiento de la esperanza sin apenas mediar palabras entre ellas, y esta certeza acelera el paso de la sangre por sus venas y le reactiva el cerebro obligándola a rememorar, por enésima vez en esta noche, los acontecimientos del día a partir del instante en que Angie hizo acto de presencia en su vida y dejó de ser un pálpito, una abstracción absurda de su propia mente. Reproduce mentalmente su voz grave y armoniosa y vuelve a dejarse llevar por la sagacidad de sus iris pintados de azul brillante…

Dai no es capaz de entender sus propias reacciones. Si la analiza fríamente, la situación le parece absurda, descabellada, empezando por el hecho de que sus padres hayan tomado la extraña decisión de confiar a una desconocida, con reputación de alucinada, la búsqueda de Paloma. Entiende que están desesperados, de sobra lo sabe, pero también conoce la opinión de los dos en todo lo relativo a los videntes y las facultades paranormales. Todavía no hace ni dos meses desde la última conversación mantenida con ellos al respecto. Fue a la hora del almuerzo, de un frío día de febrero, cuando a Paloma se le ocurrió explicar las razones que obligaron a Marta a ocupar la casita de los guardeses del carmen y  abandonar, así, la vivienda principal… Elvira, su madre, se levantó de la mesa antes de que su hija menor concluyese la historia con la excusa de traer más pan. Por el pasillo se santiguaba compulsivamente mientras repetía la palabra “Jesús” con voz trémula, y Dai imaginó entonces, divertida, que volvería con un crucifijo para clavarlo en la tortilla de patatas, a modo de amuleto… Ahora recuerda la expresión arrobada de su madre esta misma tarde, junto a Angie, y le resulta increíble desde todo punto de vista, aunque siente cierta conmiseración hacia ella porque sabe que es la desesperación la que la mueve a actuar así…

En cuanto a sí misma, nunca ha prestado demasiada atención a la historias de Marta. Sabe que su hermana mayor estuvo muy enferma y que, por alguna razón que Dai desconoce, ésta solía viajar a Madrid en compañía de su madre con cierta periodicidad, buscando las atenciones de algún médico en especial. Su afección era de corazón, aunque el remedio que pretendían era para su espíritu porque, según palabras de Marta, su hermana se moría de tristeza…

Por aquel entonces ya corrían rumores en el barrio de que en el carmen de los Sueños ocurría algo raro, y los encargados de difundir la comidilla fueron los sucesivos guardeses que pasaron por allí a lo largo de los años. Pero nadie con un mínimo de sentido común podría dar credibilidad a este tipo de bulos. Es cierto que los Garrido siempre fueron gente al margen de lo común si se les comparaba con el resto de los habitantes del barrio, pero por razones demasiado obvias. Aparte de su condición social, muy superior a la media, la mayoría de los integrantes de la familia fueron artistas, sobre todo pintores y músicos, y sus vidas resultaban caóticas, demasiado bohemias, tal vez, a los ojos del común de la gente. A Dai le consta que en los jardines de ese carmen se reunía cada verano lo más granado de las artes pictóricas y musicales, y que sus fiestas podían durar semanas enteras, durante las cuales se entregaban a las actividades más extravagantes que imaginarse puedan, incluidas prácticas como la ouija o el espiritismo, muy en boga a lo largo de los 70.

Pero ni Dai ni la propia Marta tuvieron oportunidad de contemplar aquellas reuniones de primera mano, porque para cuando ellas llegaron al mundo y fueron capaces de analizar lo que ocurría a su alrededor, la familia de los Garrido ya estaba dramática e inexplicablemente diezmada…

Una historia extravagante, o mejor triste, piensa Dai, pero nada más. Y ni siquiera le sorprende el hecho de que Marta pasase su corta vida alimentando la leyenda y dejándose impresionar, puede que sinceramente, por ella. La compañera de Paloma era una persona enfermiza e hipersensible y, sobre todo, vivía atrapada entre aquellos muros y su historia, y siguió estándolo incluso cuando su hermano la arrastró con él hasta Madrid…

Diana ha vivido siempre muy de cerca este enredo, aunque no sea demasiado consciente de ello. Primero porque Tomás tuvo una relación laboral estrecha con el padre de Marta. El primero era constructor y trabajó casi siempre al servicio del segundo, que era uno de los mejores arquitectos de Granada. Pero, sobre todo, porque la relación con Marta siempre fue mucho más allá de la mera amistad, prácticamente desde el parvulario…

Sin embargo, no ha sido hasta ahora cuando la cuestión ha adquirido dimensiones realmente relevantes en su mente, aunque es consciente de que cabe la posibilidad que todo se deba a la poderosa impresión que le ha causado esa mujer extraña. Está segura de que guardará por siempre en la memoria el instante en que se enfrentó con ella por primera vez, hace tan solo unas horas. Le basta con cerrar los ojos para volver a ver a Angie parada en el umbral de casa, con unas bermudas de color caqui y la camiseta de tirantes a juego, como recién llegada de un safari fotográfico, y sentir una vez más ese cosquilleo peculiar en el estómago. Le impresionó el aura lila pálido que rodeaba la melena rubia de la madrileña porque está segura de que es el mismo que la ha acompañado a ella desde hace unos días, mezclado con la música que parece surgir ahora de su propia mente o adherido a la almohada por la noche, como si ese hálito íntimo la hubiese antecedido en unos días a su llegada real… Se siente deslumbrada. Ese es el único sentimiento que alcanza a interpretar de entre los que la abordan, porque el miedo le impide analizar todos los demás.

El cielo se tiñe de gris poco a poco, y a Dai le parece oír el zumbido del microondas en el interior de la casa. Elvira ya se ha levantado, así que, decide que ha llegado el momento de vestirse con el chándal de su hermana y volver a ese carmen devastado por el tiempo. Su recuerdo le atenaza incomprensiblemente la garganta y la obliga a tragar con dificultad, desconcertada. Nunca antes había sentido  temor hacia el caserón de los Garrido, ni se le había ocurrido pensarlo, y las historias de fantasmas de Marta y Paloma le siguen pareciendo aprensiones de nenitas histéricas, sin ninguna base real, aunque debe reconocer que en la mañana de ayer tuvo la sensación de que la maleza asilvestrada por el tiempo del jardín del carmen cobraba vida, como poseída por algún ente ajeno a este mundo…

Se viste deprisa y sale apresuradamente de la habitación intentando huir de sus propios pensamientos, aunque sabe que será inútil. Paloma Y Marta han asaltado inesperadamente su entendimiento, y lo han hecho de forma diferente. Por alguna razón cree ver aspectos en el comportamiento de las dos chicas, durante los últimos meses, en los que antes no había reparado o, si lo hizo, fue bajo un punto de vista completamente diferente. Ahora cree recordar conversaciones a media voz, entre las dos, cargadas de tensión o incertidumbre, no está segura, y cae en la cuenta de que dejaron de verse algunas tardes a la semana, detalle nada habitual en ellas, a cambio de quedar citadas a media mañana en una cafetería del centro. A veces las veía cuando regresaba de su propia tarea de caricaturista improvisada en la plaza Bibarrambla. Manoteaban al otro lado de la cristalera de un establecimiento de la calle Mesones, sentadas a una mesa frente a un café olvidado, y Dai estaba segura de que discutían, por eso nunca entraba a saludarlas. Ahora se arrepiente de no haberlo hecho.

También le extrañó hasta cierto punto en su momento, piensa ahora, el hecho de que su hermana durmiese prácticamente todas las noches en el carmen. Normalmente, preferían no hacerlo porque no querían que Elvira y Tomás sacasen conclusiones por su cuenta, aunque Dai está segura de que sus padres son capaces de ver las evidencias sin necesidad de ayuda. Bueno, todas las noches excepto aquella en que la muerte se llevo a Marta de este mundo, precisamente…

Dai no sabe a qué atenerse. El hecho de que su hermana deambule por la casa con aire de preocupación no es nada nuevo. Su obsesión por los detalles sin importancia la lleva a veces al paroxismo. Ella sabe que no puede evitarlo, que es una consecuencia de su inestabilidad mental, y ha aprendido a no echar cuentas de las excentricidades de su compañera de habitación. Aunque es posible que en los últimos días sus extravagancias se acentuasen. Lamenta profundamente no haberlo advertido a tiempo.

Tomás le contó esta tarde la actitud extraña de Angie en su habitación, cómo tocaba con aprensión las pertenencias de Paloma hasta que pareció establecer un nexo especial y extraño con un libro determinado. Después, en la habitación del hotel, la rubia madrileña la saeteó con sus preguntas mientras blandía la novelucha manoseada en el aire. Pero ella no sabe qué responder, no puede hacerlo. Paloma pasa la totalidad de su tiempo leyendo, cuando no está recogiendo los chismes que Dai desperdiga por la habitación o espantando las motas de polvo que osan posarse sobre sus estantes… Hace tiempo que perdió la cuenta de sus lecturas, y no le parece que sean nada relevante, aunque el libro misterioso la lleva una y otra vez hasta el recuerdo de la cinta de vídeo escondida bajo el colchón de su hermana… Es evidente que Paloma se traía algo entre manos que ella no supo ver, y si no es capaz de encontrar esa cinta es porque se encuentra en el mismo lugar que ella, porque se la llevó consigo para sabe dios qué descabellado propósito…

A pesar de todo, decide que debe asegurarse y terminar su búsqueda en el carmen, aunque esta mañana sienta que le faltan las fuerzas para regresar a aquel lugar sombrío y extrañamente amenazador. Y no se arrepiente de haber ocultado el detalle de la cinta a Angie. Por ahora, prefiere ser cauta. No es ninguna estúpida y, a pesar de la atracción que siente hacia su personalidad fascinante, no olvida que es alguien ajena a su vida y a la de su hermana, que no puede estar segura de sus verdaderas intenciones y ha venido a meter las narices donde no la llaman…

Ahora recuerda a su padre intentando disculparse de alguna forma por el hecho de haber actuado a sus espaldas y su desconcierto es aún mayor. Siente conmiseración hacia él, pero no acaba de entenderse a sí misma. Sabe que debería haber despedido a la intrusa en el mismo instante en que la vio en el umbral de su casa, pero la curiosidad pudo más que ella. En lugar de actuar como todos esperaban, se ofreció a llevar su maleta al hotel y darle la bienvenida personalmente, y ahora está deseando que den las once en el reloj para volver a verla. Su vida se está convirtiendo en una sucesión de hechos absurdos…

El pasillo está oscuro y los escasos objetos que en él se encuentran oscilan con tristeza bajo la luz parpadeante procedente de la cocina, al fondo. La aspidistra de la entrada parece parpadear con el reflejo trémulo y blanquecino, y Dai piensa que el tubo fluorescente necesita una sustitución con urgencia. Después, recuerda cuánto molesta a su hermana que la iluminación de las habitaciones no sea perfecta, hasta el punto que siempre es ella la que está pendiente de estas cuestiones. Ahora nadie parece advertir las minucias que tienen una importancia vital para Paloma, y Dai siente que de alguna forma la traicionan. El murmullo del agua en el fregadero la advierte de la presencia de su madre en la pieza y se dirige hacia allí, en silencio.

Elvira apoya su cuerpo en el borde del fregadero, con las manos bajo el chorro de agua fría, concentrada en lo que Dai considera una fútil tarea sin fin, aunque intuye con facilidad la entrada de su hija en la pieza.

—Dai, ni siquiera ha amanecido —la mira con el estropajo enjabonado fuertemente asido— ¿Se puede saber a dónde vas tan temprano…?

—Me apetece salir a correr un rato…

Dai contesta evitando los ojos de su madre. Es consciente de que ésta sólo necesita un golpe de vista para comprender que miente, y no está dispuesta a perderse en explicaciones que jamás entendería, así que, procura esconderse tras la puerta abierta del frigorífico y mira obcecadamente el cartón de leche hasta que siente que los ojos de Elvira han vuelto al fregadero con aire de resignación. Sabe que éste es el momento adecuado para marcharse con un simple “adiós”, justo en el instante en que su progenitora se pierde en sus propias cavilaciones sobre si conseguirá algún día entender a su hija. Pero no lo hace. Piensa que tiene una conversación pendiente con ella y la curiosidad le puede, finalmente. Se demora a conciencia en liberar un trozo de tarta de queso del papel de aluminio que lo envuelve, mientras ensaya mentalmente un tono casual, intranscendente…

—¿Qué te parece esa mujer…?

Elvira detiene su tarea y mira con fijeza el vaso prisionero entre sus manos, como si lo viese por primera vez en su vida, después suspira y dirige sus ojos hacia algún punto inexistente al otro lado de la ventana, sobre el fregadero.

—No me parece nada —dice por fin.

Vuelve a mirar el vaso y duda un momento antes de dejarlo escurrir en la encimera. Cierra el grifo y se seca apresuradamente las manos.

Dai se ha sentado a la mesa, en el otro extremo de la pieza, y picotea la porción de tarta con desgana, en silencio. No tiene hambre, y en este momento no es consciente de nada que no sea el aspecto súbitamente avejentado y decrépito de su madre. Las ojeras ensombrecen sus ojos y el rostro se le ha convertido en una máscara de desolación en muy pocos días. De repente le parece comprender el alcance de su sufrimiento. Observa cómo vuelve a recuperar el vaso abandonado y viene a sentarse junto a ella, con aire derrotado.

—¿Qué supones que me tiene que parecer…?

No espera respuesta y Dai lo sabe, por eso no se molesta en despegar los labios.

—Haremos lo que esté en nuestras manos para saber de tu hermana —continúa.

Alcanza el cartón de leche que Diana ha dejado olvidado sobre la mesa y vierte el líquido blanco en el vaso, después se lo ofrece a su hija con un gesto mecánico, como una orden muda.

—Pero vosotros nunca habéis creído en esas chifladuras…

Dai se sorprende ante su propia declaración y cae en la cuenta de que no está en condiciones de juzgar objetivamente. Ni siquiera es capaz de analizar sus propias sensaciones…

—Dai, abriríamos igualmente nuestra puerta a un zahorí si nos asegura que puede ayudarnos…

Ahora la mira fijamente y Diana siente vértigo ante el profundo pozo de desesperación que le parece ver en los ojos de su madre. Se arrepiente sinceramente de haber pensado alguna vez que Elvira es sólo consciente de que su vida se ha alterado trágicamente con la desaparición de Paloma.

—¿Quién se puso en contacto con ella?

—¿Qué importa eso?

Su respuesta es exactamente igual a la de Tomás, la tarde anterior, y Dai cambia el gesto bruscamente para volver a ser la niña irascible de siempre.

—Sé perfectamente que ha sido Javier —deja el trozo de tarta sobre el tablero y coge el vaso con gesto airado.

—¿Y qué si ha sido él…? Tiene contactos y nunca nos perjudicaría. Nos quiere, siempre lo ha hecho, y sólo intenta ayudar… —le acerca una servilleta que Dai no la ha visto sacar de ninguna parte—. Ese chico es un encanto —remata.

—Ese chico es un imbécil —su argumento pretende ser tajante, pero su madre no se rinde con facilidad.

—¿Cómo puedes decir eso? Lo conocemos de toda la vida, es inteligente y emprendedor y se interesa por ti honestamente…

—¿Honestamente…?

El aura anaranjada de Elvira ilumina intensamente el tinte  rojizo artificial de sus cabellos, y Dai la odia por ello, porque sabe lo que significa pero no la entiende. No puede entender el entusiasmo de sus padres ante la posibilidad de verla emparejada con Javier ni con ningún otro.

—No sé lo que tienes en la cabeza, Dai. Javier es el tipo de hombre que cualquier mujer desearía tener a su lado…

—No quiero ningún tipo de hombre a mi lado.

—Dai, deberías madurar…

—¿Madurar…? ¿Permitir que un desconocido coarte mi vida es madurar…?

Elvira la mira perpleja, como si se hallase ante un ser de otro mundo.

—Tus pensamientos son propios de una cría caprichosa, no de una mujer de veinticuatro años —coge aire antes de continuar—… Vives colgada de una liana a cientos de metros de altura y te limitas a contemplar la vida con el pincel en la mano…

—¡Déjalo ya, mamá!

Al golpe seco del cristal del vaso sobre la mesa, le siguen el chirrido de la silla en el suelo y un exabrupto ininteligible en los oídos de Elvira, pero suficiente para hacerla comprender que han vuelto a llegar al límite de la capacidad de comunicación entre ambas.

Dai la oye suspirar amargamente a sus espaldas, mientras observa el cielo gris de otra mañana incierta apoyada, ahora ella, en el borde del fregadero de acero inoxidable. Si no fuese por la brisa cálida que se cuela a través de la ventana entreabierta, juraría que amanece un día de otoño, gris y mustio. Aunque puede que la sensación provenga de su propio interior, porque la tristeza y la impotencia parecen apoderarse de ella por momentos. Cada vez que intenta hablar con su madre, la desazón la deja arrollada en la cuneta de la vida, indefensa, abrazada a sus propias rodillas con la cabeza escondida entre éstas, esperando a que el ciclón devastador del odiado sentido común se aleje de ella.

Abre el grifo y deja correr el agua un instante, antes de llenar uno de los vasos que gotean en el escurridor. Después, bebe con ansiedad y mira su reloj de pulsera. Elvira parece leerle el pensamiento en voz alta desde su asiento, junto a la mesa.

—¿A qué hora has quedado con Angie…?

—A las once aquí, en casa.

—Entonces, supongo que no irás a plaza Bibarrambla a perder el tiempo con tus amigos…

—Mis amigos no se levantan antes de las once —ahora es ella la que suspira con resignación—. Sólo voy a dar una vuelta…

En la calle Santiago, Dai tiene la sensación de que podrá asir el aire con solo cerrar las manos. Las nubes se mantienen bajas, casi apoyadas sobre los tejados, y oprimen la atmosfera hasta hacerla densa, irrespirable.

En el reloj de pulsera de Diana son las ocho y media. Debe darse prisa si quiere revisar todas las cintas de vídeo almacenadas en la sala de Marta, no quisiera tener que volver al siniestro carmen un día más… Aprieta el paso al cruzar la calle Molinos en dirección a la cuesta del Realejo, justo cuando los vecinos del barrio abren sus portales al nuevo día con cara sonriente y perfume a jabón y pasta de dientes, dispuestos a afrontar con mansedumbre horas de trabajos forzados por un miserable puñado de euros. Ella los ignora a conciencia, como si con ese gesto diese por sentado que prefiere seguir colgada de su liana particular. Pero cuando llega a la altura del Hotel Molinos, se detiene un instante y mira los cristales relucientes del primer piso. La cortina está corrida, pero la luz debe entrar a raudales en la habitación porque la persiana se mantiene arriba, pegada al dintel de la ventana. Dai siente que la expectación hace burbujear la leche en el interior de su estómago.

Respira hondo y continúa su camino con algo parecido a una sonrisa pintado en el rostro.

De su pensamiento fluye una melodía clara, de letra desconcertante. Pero le apetece dejarse llevar por ella. Sube la empinada cuesta de santa Catalina con la esperanza colgada de su cuello.

(… no lo descifré todo aún

Tengo una mano en el bolsillo

Y con la otra sacudo un cigarrillo…)



5 comentarios:

carmeloti dijo...

Aunque aún no lo he leído, mi piel ya está erizada por lo que aqui tenga que descibrir o en nuestro caso releer...

TODO UN MISTERIO, UNA INCOGNITA

"Tras el oscuro espejo de nuestros días"

carmeloti dijo...

Como empezó esta aventura, aún no lo sé, porque nunca recuerdo como empezó; hoy he vuelto de mis vacaciones y he releido esta entrega, como al principio de esta novela que cobra vida, los personajes fueron despertandose y desperezandose, quitándose el polvo de las vaciones neuronales, para volver a mirarme en este espejo...

En esta peculiar enfermedad que es vivir para dentro camuflada de "persona normal", que un día extravagante conoció a un ser tan diferente como atrayente.

"El tiempo es la sustancia del hombre"

Horacio

Marse Sobrino dijo...

Regreso de vacaciones, entro a la biblioteca cibernetica de mi ordenador, me subo en el taburete de la impaciencia, alcanzo el espejo Mali, escojo mi sillon favorito de la habitación, y ¿que me encuentro?, de nuevo con mi pandilla...Dai, Paloma, Elvira, Angie...
Dejare cerca el sillon y el libro fuera de la libreria para saber que ocurre con esa misteriosa cita, y esa busqueda en los objetos de aquel extraño pasado.
Ojalá y termine nunca de usar el marcapáginas, será una segunda piel para el libro.
Un abrazo de tu Marsesita

Gissel Escudero dijo...

¿Te has quedado sin combustible, Mali? ¿Cuándo sigue la novela? ¡Vamos, que nos tienes en ascuasssss!

Anónimo dijo...

La estética del blog, negra, negra, como la literatura de Mariluz. La mejor del género negro, con diferencia. Prometo seguirte con asiduidad. Un abrazo de parte de tu amigo Pelagio. Diego, claro está.