2º — M. JIMÉNEZ según M. JIMÉNEZ

Bien, necesitaba un principio y aquí lo tengo, justo frente a mí. Me bastará con describir su pose grave y serena, acomodado en el sillón de orejas tras la gran mesa de roble. La barba gris ocultando a duras penas un mentón demasiado duro y arrogante que no encaja con el brillo pretendidamente sosegado y cómplice de sus ojos profundos, de mirada asertiva, caprichosamente subrayados por las bolsas que los años y el trabajo duro han ido rellenando de cansancio hasta inferirle un aspecto melancólico y bonachón, algo cariacontecido si su sonrisa, estudiadamente profesional, permanece oculta bajo el mostachón abundante y grisáceo.

Esta tarde parece desconcertado, tenso — no me atrevo a decir asustado— , observando cada uno de mis movimientos con la desconfianza propia del que contempla impotente a su dentista mientras éste despliega el temido instrumental, afilado y amenazante, ante sus propias narices.

— ¿Es necesario que esa cosa esté frente a mí todo el rato? — señala hacia donde me encuentro usando la boquilla de su pipa vacía para encañonar a mi cámara, olvidada sobre la mesa.

Yo afianzo el trípode en el suelo, lo más cerca posible del ángulo de la mesa que queda a mi izquierda, y finjo una concentración que no necesito en absoluto para tan simple tarea. Intento que no adivine la verdad en mi rostro porque, en realidad, la cámara de vídeo es completamente prescindible. Esta vez me bastará con oír sus palabras para poner el gesto preciso a cada una de ellas. Conozco a Mauricio Jiménez casi como a mí mismo, pero me divierte la situación. Sé que estos trastos, como él los llama, lo ponen más nervioso de lo que quiere reconocer y, precisamente por ello, no me resisto a la tentación de jugar al cazador cazado. Será interesante comprobar que el impasible doctor también es susceptible de caer en la red del desconcierto ante lo desconocido. Me siento como si estuviese a punto de someter a juicio al inventor de la ley, y dispuesto a cobrarme mi particular venganza.

— Lo es — ajusto la cámara en el trípode y la dejo preparada— . Hemos quedado hace un momento en que me dejarás hacer las cosas a mi manera. Esa es mi condición…

Lo miro apenas un segundo mientras poso mi bloc de notas sobre el pulido tablero, oscurecido por el tiempo, y compruebo con satisfacción que hace exactamente lo que esperaba que haría en una situación como ésta: saca una bolsa de tabaco del bolsillo de la chaqueta y se dispone a cargar su pipa despacio, con método y concentración, para aliviar en cierta medida la tensión del momento. Es una especie de recurso encaminado a dar confianza al paciente, lo usa desde que puedo recordar, pero me consta que él también prefiere trabajar entre las volutas del humo denso de su pipa.

Lo he visto hacer miles de veces la misma operación, solo que hoy los papeles parecen haber cambiado de forma extraña, casi extravagante, diría yo. En breves instantes será el propio doctor Jiménez el que se vea obligado a desnudar su alma, y a mí me tocará hacer de testigo mudo y excepcional que recoge sus palabras y las analiza después de pasarlas por el tamiz de sus gestos, por el filtro de sus silencios…

Mi mentón tiembla levemente estremecido por la emoción ante tal pensamiento, y trago saliva con rapidez mientras miro de reojo a mi padre. Me revuelvo en la silla como un niño pillado en falta, pero fingiendo que mi aturdimiento se debe a otra causa. Finjo que no encuentro el bolígrafo en ninguno de mis bolsillos, aunque no podría asegurar si consigo engañarlo. Lo último que necesito es que advierta mi turbación, y de sobra conozco su habilidad para interpretar la más mínima mueca en su interlocutor, después de todo, esa es su especialidad.

Pero el profesor Jiménez, como prefiere que lo llamen, parece absorto en la laboriosa tarea del llenado de su pipa. Introduce en el hornillo un pellizco diminuto de tabaco con cuidado de no comprimirlo, asegurándose de que queda suelto, y da unos golpecitos precisos al cacillo con la base de su palma izquierda, para que las hebras se acomoden en el espacio vacío. Repite el proceso varias veces hasta que llena completamente la pipa de manera homogénea y sin huecos libres de hierba seca. Después, saca el atacador del cajón superior de su mesa y presiona despacio una y otra vez, concienzudamente, hasta que considera que el tabaco está bien nivelado. Por último, coge otra triza de hebras de la bolsa y forma una bola con él, presionándola entre los dedos antes de acomodarla dentro del hornillo. Vuelve a introducir el atacador hasta que considera que las hebras han quedado perfectamente compactas, a ras del cazo, y suspira mientras devuelve el instrumento al interior del cajón. Termina el proceso empujando éste con suavidad, presionando la pequeña aldaba con dos dedos, como si temiese que sus huellas deteriorasen el lustre del bronce.

Siempre me ha conmovido de manera extraña esta ceremonia, lenta y minuciosa, porque me ha parecido ver en ella el reflejo fiel del estudiado protocolo con que conduce su propia mente. Mi padre anda sobrado de lo que yo carezco: coordinación, organización y eficacia. Y este hecho me ha forzado a sentirme mermado — desde que tengo uso de razón— ante su portentosa capacidad.

Tras el ritual, me mira y sonríe de manera extraña mientras busca el mechero a tientas entre los bolsillos de su chaqueta — jamás lo he visto desprovisto de esta prenda de vestir en el interior de su despacho— , pero yo no percibo inmediatamente su gesto, hipnotizado aún por el movimiento pausado de sus manos expertas.

— De acuerdo — advierte mi sobresalto al escuchar su voz y me mira desconcertado primero, después con una mueca de resignación.

Sé que siempre ha pensado que tengo excesiva inclinación a la dispersión del pensamiento, que tiendo a perder la concentración con demasiada facilidad…

Comprendo la intención de sus ojos y vuelvo a tragar con dificultad. De repente, me siento amenazado por mis propias dudas, una vez más. Me avergüenzo de mi intención ladina de hace un momento y no estoy seguro de que ésta sea una buena idea. He aceptado su oferta porque me parece un reto importante, y también una manera interesante y honrosa de dar por finalizada mi etapa de biógrafo, pero no dejo de preguntarme si seré capaz de satisfacer sus expectativas, y tampoco si quiero hacerlo realmente. Puede que me haya precipitado, pero no me ha dado tiempo para recapacitar. Creo que ese detalle forma parte de su estrategia y, como siempre, desconozco su verdadera intención…

El hecho es que esta es la cuarta biografía que me dispongo a abordar y la primera vez que me ocurre algo así: dudo de mi propia capacidad.

Me mira fijamente y se me antoja que lee en mi mente como en un libro abierto...

Mi aturdimiento crece — mientras él prende el encendedor sin apartar sus ojos de los míos— porque comprendo con angustia que no será tan fácil invertir nuestros papeles cuando caigo en la cuenta de que he vuelto a hundirme en este trance extraño, arrastrado por el efecto deslumbrante que sus gestos provocan en mí, amedrentado por la evidencia de que va cien pasos por delante de mi propio pensamiento…

El doctor Jiménez aspira tranquilamente, con la boquilla de la pipa bien sujeta entre los dientes, y su rostro se suaviza de forma inesperada tras el tamiz de la ondulante cortina de humo. Yo diría que ha recuperado el control por completo, como si hubiera asimilado en un par de minutos la presencia de la odiada cámara, atenta al más nimio de sus movimientos. Después de todo, parece que el cazador sigue siendo él.

— Lo haremos a tu manera, no te preocupes — su gesto condescendiente y el olor del tabaco recién quemado me transporta a una época tan lejana que casi noto el vértigo acuciando mi estómago. Vuelvo a sentirme el niño abrumado por la responsabilidad que fui y, como entonces, mis dedos se retuercen frenéticos bajo la mesa buscando el modo de ponerme a su altura, de entender lo que quiere de mí…

Sonríe levemente, consciente de mi desconcierto, y lanza un poderoso chorro de humo hacia el techo antes de continuar.

— Mauri, no te he elegido por comodidad ni por hacerte un favor — espera un instante, pero decide continuar ante mi silencio— . Estoy al tanto de tu trabajo y eres la persona que necesito. Me gusta tu forma de hablar de los sentimientos ajenos… Es una cuestión meramente profesional.

No me atrevo a sorprenderme, todavía no.

— No acabo de entender por qué no escribes el libro tú mismo. No sería el primero ni tampoco el último…

— Esta vez es diferente. Si lo intentase yo mismo acabaría escribiendo otro tratado de psiquiatría y no es eso lo que deseo. Esta vez no.

Ahora sí, mi desconcierto se transforma en consternación. El hombre que tengo frente a mí ha perdido su habitual pose envarada y el gesto severo que lo caracteriza o, en el peor de los casos, quizá sólo me lo parece a mí. Por otro lado, su sonrisa es… ¿diferente?

— ¿Y qué quieres, exactamente? — lo que sale de mi garganta es un gruñido ronco, casi ininteligible, como el de hace algunos años cuando intenté explicarle que mi futuro no estaba en la psiquiatría, que su ciencia me parecía un análisis demasiado objetivo, desapasionado e impersonal del sufrimiento humano.

Ignora mi pregunta. Su mirada permanece estática, suspendida en el aire. Los ojos me encaran directamente, pero parece ver más allá de mi cabeza, de la librería cargada de tomos que me respalda y de la pared que sustenta a ésta.

Lo miro aturdido, sin saber muy bien qué hacer. Si se tratase de cualquier otra persona intentaría descubrir la razón de su angustia… Pero él es Mauricio Jiménez, incapaz de sentir nada parecido… Mi padre piensa que los sentimientos no son más que el resultado de una reacción química ante un estímulo externo...

¿O acaso he vivido equivocado durante todo este tiempo…?

Aferro las manos al borde de la mesa y aprieto mi estomago contra ellas. Necesito ver de cerca ese rostro que hoy me parece nuevo, desconocido…

— Dime qué quieres ¿ficción, biografía…?

Su mirada regresa de donde quiera que estuviese varada y se detiene en mis ojos.

— Quiero que escuches lo que tengo que decir, y que actúes después en consecuencia. No me importa cómo lo hagas. Ese es tu trabajo.

Sus pupilas están dilatadas y las bolsas que cuelgan bajo sus ojos lo hacen parecer viejo y cansado. Por primera vez en mi vida mi padre me parece humano.

— ¿Vas a hablarme de ti…?

Adelanta su cuerpo hacia mí, por encima de la mesa, y nuestras caras quedan a menos de dos palmos de distancia. Puedo sentir su aliento sobre la frente.

— Te hablaré de las vidas que han pasado por delante de esta mesa. No tengo nada más que contar.

Se retira lentamente hasta que su espalda toca el mullido sillón y repara en la pipa, apagada y olvidada en su mano derecha.

Yo sigo en la misma posición, completamente inmóvil, concentrado en empujar el bolo de angustia garganta abajo, por enésima vez esta tarde.

— Dime qué tengo que hacer y empecemos.

Acerca la llama al cazo y aspira con fruición.

Yo busco acomodo sobre la silla e intento actuar con naturalidad, aunque ahora he perdido el bolígrafo de verdad. Mi padre me ofrece su pluma dorada y dudo un instante antes de cogerla. Debe costar un pastón y no estoy seguro de que salga indemne después de mi uso. La miro dubitativo y respondo a la vez a la última pregunta.

— No tienes que hacer nada especial, sólo habla de lo que se te ocurra. No es necesario que sigas un orden. Cuéntame los casos que vayas recordando y no te preocupes. Yo me ocuparé de todo.

Me parece oír un gruñido acompasado frente a mí. Algo parecido a un gorgoteo gutural, y mis ojos se dirigen inconscientemente hacia el origen del extraño ronquido.

El abultado abdomen del doctor Jiménez oscila como un flan de gelatina, bajo su chaqueta, a un ritmo regular y sincronizado con lo que parece risa, a juzgar por la sarta de dientes desprovistos de labios que sujetan la vacilante pipa. Lo único que se me ocurre pensar es que necesita práctica e, inmediatamente, reparo en lo absurdo de mi reflexión.

— Si tuvieses que escribir todas las veces que yo he dicho algo parecido necesitarías bastantes agendas como esa — dice, por fin, encañonando mi bloc con su pipa.

Por mi parte me incorporo a medias, dispuesto a conectar la cámara de vídeo, y caigo en la cuenta de que el corazón golpea violentamente mis costillas y las piernas apenas son capaces de soportar el peso de mi cuerpo.

(Continuará…)

4 comentarios:

carmeloti dijo...

Increible Irlanda, no solo por lo que hay escrito aqui, sino por tantas cosas que me trasmites, genial lo que pretendes, magna estratega de disecciones personales...
Me gusta lo que haces y como lo haces, Mauri, sera mi compañero el tiempo que tu quieras, igual que otros personajes este ya me ha seducido, quiero saber mas de el, igual que quiero saber quien paso por ese divan y que historias guado el Profesor Jimenez.

No esperes que me canse y no te canses de mi espera.

"tu zalamera"

irlandaherrero dijo...

Gracias Carmen, zalamera!!
Espero que te siga gustando.

Besos!!

Marse Sobrino dijo...

Francamente hacia mucho tiempo que no me enganchaba con un relato, y menos por capitulos, jaja, no se si es la historia, si es la descripcion, si es la vivencia del momento en la imaginacion, sea lo que sea amiga mia...que no llegue nunca el final, gracias por escribir asi.

irlandaherrero dijo...

Gracias Marse, guapísima. Espero ser capaz de mantener tu interés.
Besos!!!

Mariluz.